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¿Hasta dónde puedo llegar con mi pareja?

Quiero recalcar que este artículo no te quiere decir qué hacer de tu vida y qué no hacer. Soy joven como tú y me enfrento a esos momentos cruciales en los que hay que tomar desiciones. Lo que sí voy a hacer es darte algunos criterios para que te sirvan como herramienta a la hora de elegir hasta dónde puedo llegar con mi pareja.

#1 Amor verdadero 

Sabemos que para que el amor sea verdadero y pueda vivirse plenamente tiene que ser libre, total, fiel y fecundo (es algo que muchos de ustedes ya saben; si tienen duda, escribanme). Las carácterísticas de ese amor se dan en el matrimonio. ¿Quieres amar y ser amado plenamente o a medias? 

#2 ¿Qué tanto es tantito?

Estamos hechos para la comunión, pero la espera de la castidad ayuda a que purifiquemos las intenciones de para que queremos esa comunión. ¿Estamos siendo egoistas? ¿Estamos usando a la persona para un placer propio?

#3 Dignidad

¿Estamos viendo al otro con dignidad? En el momento en el que usamos al otro para satisfacer un impulso propio, ¿estamos siendo egoistas? En efecto, estoy usando al otro para buscar mi placer y no estoy buscando el mayor bien para la otra persona. 

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Acuerdate de que quien toca un cuerpo toca un alma. Como tocas ese cuerpo tocas esa alma. ¿Cómo quieres que toquen tu alma? ¿Cómo quieres tocar el alma de otro? 

Para más consejos, puedes encontrarme en @feminidad.cool

¿Qué te atrae sexualmente?

La atracción sexual es una experiencia humana natural. No corresponde a la voluntad ni a la decisión personal: es algo que experimentamos, no algo que elegimos. Para muchos esta experiencia es algo que debe evadirse o rechazarse, para otros es algo que debe ser promovido, explotado y termina determinando su comportamiento. Sin embargo, la cuestión real no es si está bien o mal sentir atracción sexual, sino lo que decidimos hacer frente a lo que experimentamos y las razones que están detrás de aquello que nos atrae.

Signo de deseos más profundos

Cuando comprendemos la verdad de la sexualidad humana, reconocemos que implica toda la persona, no solo su genitalidad, sino cada ámbito de su ser. La experiencia de la atracción sexual no solo se da en el ámbito biológico, sino que está relacionado directamente con su ámbito social, espiritual, psicológico y emocional. Es decir, aquello que te atrae sexualmente es un reflejo de lo que anhelas y necesitas en todos los demás ámbitos de tu persona. Es asombrosamente liberador reconocer que la atracción sexual en el fondo no está buscando placer, sino que esconde en sí el anhelo de la plena donación de sí y la intimidad total vivida en profunda comunión. 

La atracción sexual que experimentamos es entonces un signo de nuestro llamado a amar y ser amados y en lugar de ser ignorado, reprimido o rechazado, debe ser ordenado, dominado y educado para que se convierta en un medio adecuado para amar y no una esclavitud y obstáculo para el amor.  

Es importante reconocer que, en nuestra humanidad herida, si bien el anhelo de placer y la atracción sexual no es ni buena ni mala en sí misma, las formas en que buscamos satisfacer estos anhelos si pueden estar erradas y desviarnos del camino del amor. Por eso la atracción sexual debe ser reconocida para luego ser purificada. No todo lo que te atrae es bueno para ti.

La pregunta clave

En nuestras relaciones no es difícil reconocer que sentimos atracción sexual por una persona. Esto podemos experimentarlo por nuestra pareja en una relación estable o incluso con alguien que acabamos de conocer. 

La química, la curiosidad, la tensión sexual, la atracción física y la admiración surgen sin mucho concurso de nuestra voluntad y vienen con una fuerza capaz de nublar nuestro juicio y obstaculizar el correcto discernimiento de una relación con propósito. Lo que debemos preguntarnos es ¿qué es lo que me atrae de esta persona? ¿qué está detrás de esta atracción que experimento?

Estas preguntas son vitales para identificar si lo que nos atrae corresponde con los anhelos más profundos y liberadores de nuestro corazón o si son imágenes distorsionadas y desviadas de lo que realmente anhelamos y necesitamos. 

Da un paso atrás

Para esto es vital que recordemos que nuestros sentimientos y emociones no son absolutos, no determinan nuestros comportamientos ni tienen la última palabra en nuestras decisiones. El autodominio es condición necesaria para el amor y en estos casos, la mejor recomendación es dar un paso atrás. No porque la atracción sea mala en sí misma, si no porque necesitas distancia interior y espacio en tu mente y corazón para poder ver a la otra persona con objetividad y no a través del lente de la atracción. 

Saber conservar tu lugar (físico y emocional) te dará la suficiente perspectiva para valorar tus intenciones y deseos, para conocer realmente al otro y te ahorrará muchas relaciones fallidas y frustradas que se sostenían solo en sentimientos pasajeros. 

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Amar a alguien es una decisión libre, no una reacción a lo que produce en nosotros: reconoce la diferencia y reevalúa lo que te atrae. 

Para más consejos, puedes escribirme a @somos.sos

Movimiento Pride y el mes del orgullo

Antes de casarnos, un médico —que también es laico consagrado— nos dio una excelente charla sobre la ideología de género que les transcribiría aquí, pero la guardaré para otro momento. Terminó diciendo algo como: «esto es lo que sufren muchas personas que experimentan atracción al mismo sexo…». Automáticamente se levantó una de las novias en señal de protesta y exclamó «¿por qué dice que sufren?». A lo que el doctor respondió: «porque los conozco, trato con ellos a diario y me cuentan».

 

¿Aceptación?

 

En esta época, sea por corrección política o por un genuino deseo de acoger, se validan y se toman como ordenados todos los comportamientos de índole sexual para que así las personas que queremos se sientan aceptadas y felices. Vivimos una cultura que defiende que el querer define al ser, cuando debería ser al revés. Se impulsa que cada uno es lo que siente o quiere.

 

Pero esto no es solo cuestionable sino filosóficamente ilógico.

 

La complementariedad es irremplazable

 

Si algo hemos aprendido en nuestro matrimonio es que la complementariedad es un ingrediente esencial para la relación varón-mujer y que, por obvias razones, las relaciones entre personas del mismo sexo no tienen. No significa que no puedan quererse y preocuparse mutuamente, pero es una ilusión e injusticia querer comparar el amor de pareja entre dos personas del mismo sexo frente a la complementariedad recíproca de la relación varón-mujer.

 

La cultura LGTB o el movimiento pride, en su intento de liberación, le ha dado al sexo un lugar desproporcionado. El sexo ha dejado de ser un medio para hacerse don para el otro, y se ha convertido en una práctica que define la identidad. Ya no eres hombre o mujer: tu rol sexual te define. Además, ya no importa el don, sólo el placer.

 

La Iglesia siempre ha propuesto la castidad para todos, y esto incluye a quienes experimentan atracción por el mismo sexo, aunque para algunos suene impensable. Esto tiene total sentido al ver el daño que causa vivir la sexualidad de manera promiscua y desordenada al margen de la atracción que uno tenga.

 

Desapareciendo la identidad

 

Un segundo tema preocupante con el auge del movimiento trans es desvincular la identidad respecto de la constitución biológica. Se plantea que la sexualidad es algo maleable, llegando a extremos de mutilar cuerpos sanos para “transicionar” al sexo opuesto.

 

Esto no se puede responder con un desinteresado «es su vida». Más aun cuando se está probando que las cirujías de “cambio de sexo” pueden ocasionar un gran daño físico y mental, pues son practicadas a menores de edad que luego se arrepienten de dicha operación.

 

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A todos nos cuesta la castidad, pero es el camino del amor verdadero. Y si alguien se dice cristiano (influencer o sacerdote) y promueve el pride, en el mejor de los casos, ignora todo lo que está de fondo, y le importa más generar muchos likes.

 

Conociendo el testimonio de personas que experimentan atracción por el mismo sexo y que viven en castidad, promover que no hay otra salida más que la que propone el colectivo LGTB es una falta de respeto a su voluntad y esfuerzo. ¡Ánimo! ¡No tengamos miedo a la verdad!

¿Jesús sintió atracción sexual?

Hace poco hice un encuentro con jóvenes para profundizar en la Teología del Cuerpo. Uno de ellos me hizo la siguiente pregunta: si Jesús fue un hombre sexuado, esto, ¿quiere decir que Él también sintió atracción?

 

“Las cuestiones sexuales fuera de la Iglesia”

 

¡Es una excelente pregunta! Porque a la mayoría de nosotros nos parecería, cuanto menos, irreverente imaginarnos a Jesús sintiendo atracción. Casi pudiera escuchar las reacciones frente a una pregunta así:

 

—¡Pero si Jesús es Dios! ¿Cómo es posible que Él experimente algo así?

 

—¡Jesús fue célibe, por lo tanto, todo lo relacionado con el sexo debe ser puesto en duda!

 

Lamentablemente, ese fue el tipo de enseñanzas que muchos de nosotros recibimos. Pero gloriosamente, ¡esa no es la fe de la Iglesia! Mas aún, ese tipo de pensamientos proviene de una herejía que la Iglesia sí ha condenado, y que se llama maniqueísmo.

 

¿Qué es el maniqueísmo? Para definirlo en palabras de San Juan Pablo II, “una actitud maniquea debería llevar a un ‘aniquilamiento’ (…) del cuerpo, a una negación del valor del sexo humano”. Mientras que para este tipo de mentalidad el cuerpo y el sexo tienen un valor negativo, para la verdadera fe católica el cuerpo y el sexo son un valor que aún no apreciamos lo suficiente.

 

Sí: sintió atracción

 

Pero, entonces…, ¿es posible que Jesús haya sentido atracción? Para escándalo de algunos, ¡sí! ¡Por supuesto que sí! ¡No cabe la menor duda de que sí! El problema radica en que estamos heridos por el pecado, por lo cual no solemos pensar en la atracción sexual con la belleza y plenitud con que Dios la creó. Sin embargo, la fe cristiana es la invitación a una nueva forma de ver toda la realidad.

 

Analicémoslo. ¿Qué significa la palabra “atracción”? Etimológicamente, se trata de la “acción y efecto de traer hacia sí”. Esta atracción es una forma de amor muy concreta, que se llama eros —de allí deriva la palabra“erótico”—. El eros es “la recíproca atracción (…) de la persona humana —a través de la masculinidad y la feminidad— a esa ‘unidad en la carne’ que, al mismo tiempo, debe realizar la unión-comunión de las personas”, afirma San Juan Pablo II en su Teología del Cuerpo.

 

Por eso, la verdadera atracción erótica nos lleva a ver el misterio profundo de la persona, que se revela a través del cuerpo. Es decir: no es que debamos despreciar el cuerpo. Por el contrario, en el amor de eros, el cuerpo se convierte en una puerta abierta para conocer verdaderamente quién es el otro.

 

Por supuesto que ese modo de vivir el cuerpo no es tarea sencilla, pero es uno de los deseos más profundos del corazón humano: ser conocido en la intimidad, que me vean como realmente soy, y que así me amen. Ése mismo anhelo lo expresa San Pablo cuando afirma: “Gemimos interiormente anhelando que se realice la redención de nuestro cuerpo” (Rom 8, 23). Ese “gemido interior” expresa lo que no podemos poner en palabras, se convierte en una especie de oración que clama por un amor íntimo, total y sin condiciones.

 

El caso de Dustin Hoffman

 

Comparto un fragmento de una entrevista que le hicieron a Dustin Hoffman, que quizás pueda ayudarnos a comprender la dimensión de este anhelo. En 1982, este actor estrenó una película cómica llamada Tootsie. En ella, Hoffman interpreta el papel de un actor que está desempleado, hasta que recibe una nueva oportunidad. ¡Están buscando a una mujer para hacer el protagónico de una gran novela! Sin dudarlo, el protagonista se disfraza de mujer, y no da a conocer a nadie su verdadera identidad. Finalmente, consigue el papel y se convierte en una gran estrella.

 

Años después le hicieron una entrevista a Dustin Hoffman, en la que reveló algunos detalles de la producción. En las reuniones de preproducción, él le exigió a los productores que su disfraz de mujer debía ser perfecto. No quería parecer un hombre disfrazado, sino una auténtica mujer.

 

Tras hacer la primera prueba de maquillaje y vestuario, él no se veía lo “suficientemente atractivo”. Disfrazado de mujer, esperaba ser más bello. Ahí fue cuando tuvo, lo que él llamó, una verdadera “epifanía”. Entre sollozos, le hizo una confesión a su esposa de la vida real. Se dio cuenta de que durante toda su vida había desperdiciado la oportunidad de conocer a muchas mujeres. La razón fue que no le parecían lo suficientemente “interesantes” según los estándares de “belleza” que el mundo exige.

 

Esa experiencia fue la que le permitió a Hoffman ver cómo el cuerpo visible revela realidades invisibles. En definitiva, ver cómo el cuerpo nos debe llevar a ver el misterio de la otra persona. Ésa es la dimensión más bella y atractiva del ser humano: la identidad personal.

 

La verdadera fe es profundamente sensual

 

San Juan Pablo II se refiere a este mismo misterio. Junto a “la actitud de respeto por la obra de Dios (…) coexisten la capacidad de complacerse profundamente en el otro, de admirarse, de atender desinteresadamente a la ‘visible’ y al mismo tiempo ‘invisible’ belleza de la feminidad y masculinidad”.

 

Podríamos decir que esa actitud de respeto frente a lo visible y lo invisible de cada persona es la forma madura de los deseos sexuales. Porque no me lleva a evaluar al otro según sus atributos visibles, sino que permite que esos mismos atributos sean lo que me revelen quién es el otro. Gracias a ello podré admirarme de su ser único e irrepetible.

 

Nuevamente, esto no significa el desprecio de lo sensual, sino una profundización de lo que el cuerpo realmente significa. Más aún: la fe católica es profundamente sensual. El mismo Catecismo afirma: “toda la vida cristiana está marcada por el amor esponsal de Cristo y de la Iglesia” (CIC 1617).

 

Es decir que, cuando comenzamos a ver la vida cristiana a través de los lentes del verdadero eros, descubrimos su presencia por todas partes. Veamos dos evidencias sencillas que forman parte de nuestra fe.

 

Por un lado, la palabra “adoración”. Este término proviene de ad-ora, que significa “hacia la boca de”. Vale decir que, cuando hacemos adoración al Santísimo, nuestra boca se dirige a la boca de Dios. Como en el Cantar de los Cantares, cuando la amada, figura de la Iglesia, le suplica al amado, figura de Cristo: “¡Que me bese ardientemente con su boca!” (Cant. 1, 2).

 

Por otro lado, podemos pensar en el sacramento de la reconciliación. La palabra re-con-cilia significa “volver a poner pestaña con pestaña”. En cada reconciliación nos volvemos a encontrar en ese nivel de intimidad con Cristo.

 

Sí: también siente atracción (en el presente)

 

Pero volvamos a la pregunta inicial. No sólo diría que Jesús sintió atracción, sino que el mismo Jesús que ahora está en cuerpo en el cielo siente atracción. En éste mismo momento se siente atraído hacia el misterio de cada uno de nosotros, de nuestra identidad única e irrepetible.

 

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¡Las mismas Escrituras lo afirman! En el Cantar de los Cantares, la amada dice respecto del amado: “él se siente atraído hacia mi” o “su deseo tiende hacia mi” (Cant. 7, 11), según otras traducciones.

 

Es verdad que experimentamos en nuestros cuerpos el deseo de amor, como un gemido que no podemos poner en palabras: deseamos el amor infinito. Y frente a esto, el cristianismo tiene una muy buena noticia para el mundo: ¡el mismo Amor infinito nos desea!

¿El acto conyugal como vía de santidad?

Es muy común el pensamiento de que la sexualidad es algo totalmente ajeno a Dios, como si fuera un terreno únicamente humano y natural, alejado del orden sobrenatural y trascendente. A menudo se ven como realidades totalmente opuestas, creyendo que un deseo tan carnal nada tiene que ver con la vida espiritual. Esta mirada está muy extendida, incluso entre personas creyentes. Reconocen a la sexualidad matrimonial como buena en sí misma, pero acotada a simples momentos de bienestar y unión que no trascienden más allá de la misma pareja.

 

Sin embargo, sucede todo lo contrario. La sexualidad es inseparable de nuestra dimensión espiritual, y el modo en que la vivamos puede hacernos cada vez más plenos como personas y acercarnos a la santidad. Esto sucede en todos los estados de vida, pues estamos llamados a vivir la dimensión sexual de un modo acorde y propio a cada uno. Pero nos centraremos en el matrimonio y en la particularidad de la vivencia sexual que tiene esta vocación.

 
 

La sexualidad es intrínseca a la espiritualidad

 

La sexualidad es un elemento intrínseco a la persona. No es algo “agregado” que puede estar o no. Ni siquiera es una dimensión. Sino que es constitutiva del ser humano, y atraviesa todas sus dimensiones: cuerpo, mente, espíritu y aspecto social. Por lo tanto, como somos una unidad, el modo en que vivamos la sexualidad va a repercutir siempre en nuestra espiritualidad. Y viceversa, la profundidad que tengamos en nuestra vida espiritual y de Fe va a incidir en fuerza en la forma de afrontar la sexualidad. En este punto hablamos de sexualidad en sentido amplio, ya sea haciendo referencia a nuestro existir en el mundo como varón o mujer, o a la experiencia del deseo sexual que todo ser humano atraviesa en algún momento.

 

Acercándonos a la dimensión espiritual, sabemos que según nuestra vocación particular y nuestro estado de vida estamos llamados por Cristo a vivir la sexualidad de un modo concreto y diferente en cada uno. Esto es así porque Dios nos revela que el fin de la diferencia sexual es la invitación a salir de uno mismo, para entregarse a la otra persona en una comunión de amor a imagen y semejanza de Dios Trinidad.

 

Por lo tanto, la vivencia activa de la vida sexual sólo encuentra este marco de amor fiel y donación total en el matrimonio. Las demás vocaciones también están llamadas a la entrega al otro, pero sin tener una vida sexual activa. Ya concentrándonos en esto, es interesante algo que dice a menudo un sacerdote amigo que acompaña a tantos matrimonios en su camino. Él sostiene que en la intimidad de la relación sexual la persona se comporta tal cual es. Es decir: deja al descubierto sus grandezas o miserias, su generosidad o su egoísmo, su amor o su uso hacia el otro

 

Esto se debe a que la sexualidad es tan constitutiva de la persona que, hagamos lo que hagamos con ella, nos va a develar quiénes somos. En ella no hay caretas, y aunque finjamos ser algo diferente, en realidad lo que estaremos haciendo es vivir una mentira. Nuestro comportamiento en referencia a la sexualidad es como un cristal transparente que deja ver lo que hay en nuestro corazón. A través de ella se manifiestan nuestras luces y sombras. Explica el sacerdote José Noriega: “en la unión sexual la carne se hace transparencia de su persona, de su voluntad y de su intencionalidad”. [1] A través del cuerpo manifestamos aquello que deseamos expresar con nuestra alma. Aquí evidenciamos la inseparable unión que hay entre sexualidad y espiritualidad.

 

La relación sexual promete trascendencia

 

José Noriega comienza su libro El destino del eros con la siguiente afirmación: “La sexualidad promete mucho, pero cosecha poco.” Podemos preguntarnos el porqué de una frase tan determinante. Es cierto que en la atracción sexual se nos promete un inmenso placer, una felicidad plena que inunda a toda la persona. Nos deslumbra la posible compañía de alguien que nos parece enormemente atractivo, que nos fascina, nos atrae y nos hace salir de nosotros mismos. En el origen de la experiencia amorosa toda nuestra vida, en su totalidad, se ve acaparada por el deseo de poseer a otro, que nos devela un horizonte nuevo.

 

Sin embargo, es cierto que todo aquello prometido y tan anhelado finalmente no lo encontramos en la vivencia sexual. El placer experimentado no colma el inagotable deseo que había despertado. Tampoco lo colma la persona a la cual nos unimos. ¿Qué se esconde, entonces, detrás de este deseo, de esta atracción entre varón y mujer que ni ella misma, una vez llegada a su punto culminante, es capaz de apagar?

 

En la sexualidad se nos revela el misterio de la persona, el misterio del Otro. Porque la diferencia sexual nos habla de lo poco que nos bastamos a nosotros mismos. De nuestra pobreza, de nuestra soledad.

 

Pero, a la vez, nos habla de la plenitud y la compañía que se nos promete. Nos manifiestan de modo inexorable nuestro ser cuerpo y también nuestra alma, que reclama la trascendencia. El encuentro entre varón y mujer revela una promesa de plenitud en la comunión de ambos. El corazón humano busca sediento una felicidad que no puede alcanzar con la sola sexualidad, si ésta no está vivida en la búsqueda de aquella Presencia que es origen y fin de todo amor humano: Dios.

 

Entonces, cuando reconocemos al Creador como origen y partícipe de nuestro amor, la sexualidad adquiere un sentido que es más grande que ella misma, que la trasciende y que es capaz de colmar el corazón de los esposos. De este modo, al placer experimentado en el acto conyugal le sigue un gozo en el corazón de ambos. Un gozo que permanece en el tiempo, y que los colma. Esto es así porque los esposos entran en comunión entre sí, pero también entran en comunión con el Creador, fuente inagotable en la cual las almas buscan la plenitud gozosa.

 

El acto conyugal como liturgia y oración

 

Vemos entonces que el acto conyugal no es una acción que compete solamente a los esposos y que queda únicamente en ellos, sino que, vivido en su verdad, es un acto de entrega a Dios. Podemos afirmar con toda seguridad que el amor de los esposos no es un asunto de dos, sino de tres: esposa, esposo y Dios. Por lo tanto, como el amor debe vivirse en una integración de todas las dimensiones, la unión sexual también es, si los esposos lo permiten, momento de unión con el Creador.

 

La maravillosa Teología del Cuerpo de San Juan Pablo II nos ha dejado un regalo enorme cuando profundizamos en este tema. Él explica que en la unión sexual de los esposos se vive una verdadera “liturgia de los cuerpos”. En ella, los cónyuges se expresan físicamente lo que también están realizando con el alma. En el acto conyugal se escucha el lenguaje del cuerpo tal como fue creado para ser sacramento de la persona, es decir, para manifestar de modo visible —en la carne— una realidad invisible —el alma—. Y este lenguaje está sujeto a normas objetivas puestas por el Creador, a una verdad que posee exigencias propias.

 

Por esto, cuando los esposos se abren a conocer esta verdad y a respetarla, viven su intimidad sexual como un momento sagrado de liturgia y oración. Esto no quiere decir que sea algo aburrido o monótono, sino todo lo contrario: implica que el gozo de la comunión se vive en el marco del amor eterno divino, que se renueva continuamente con alegría y creatividad. Los esposos se donan en la totalidad de cuerpo y alma, del mismo modo en que Cristo Esposo lo hizo por su Esposa la Iglesia en la cruz.

 

Aquí vemos con claridad que se trata efectivamente de una “liturgia de amor”, con sus momentos bien delimitados y su trascendencia propia. El acto conyugal es instancia de oración que los cónyuges elevan a Dios con todo su ser, agradeciendo el don recibido del amor. Es un momento sagrado, en el cual el lecho esponsal se convierte en lugar de entrega y donación. Y allí se vive un pequeño anticipo de lo que nos espera en el Cielo.

 

* * *

 

El acto conyugal es camino de santidad porque en él los esposos se transmiten la Gracia. En el rito del sacramento del matrimonio, es la primera unión sexual de los cónyuges la que consuma el sacramento, y el medio por el cual ambos se transmiten mutuamente la Gracia. Los esposos se dirigen hacia Dios en su amor y se comunican entre sí los dones que Él les regala. “El cónyuge cristiano podrá transmitir a su amado en la sexualidad no sólo una compañía recíproca, una presencia mutua, sino también el don del Espíritu”. [2] Dios se convierte también en protagonista de la conformación del amor entre los esposos, ya que Él no es ajeno a nada de lo humano, incluida la sexualidad, que Él mismo ha creado.

 

Sabemos que el matrimonio constituye una vocación, en la cual cada cónyuge ayuda al otro a seguir el camino de la santidad. Esto se da a través de los numerosos actos de amor que tienen el uno hacia el otro. A esto no escapa el acto conyugal, el cual, vivido en el respeto a sus significados y a su verdad intrínseca, se convierte en ocasión de crecimiento en la santidad, ya que los esposos crecen en la virtud de la caridad, al buscar el bien del otro y al cumplir la voluntad de Dios creciendo en la amistad con él.

[1] J. Noriega, El destino del Eros, Palabra, Madrid: 2007, p. 290.

[2] J. Noriega, El destino…, cit., p. 296.

«Hacer» el amor

“Post coitum omne animal tristis est”

 

A todos nos gusta el sexo. Más allá del morbo que podría provocar una afirmación así, es importante aceptar que en el ser humano existen dos grandes placeres físicos: la alimentación y la actividad sexual. Pero entonces, si el sexo es tan genial, ¿por qué cada vez más personas reportan sentirse tristes después de hacerlo?

 

Existen frases como “post coitum omne animal triste est” («después del coito, todo animal está triste»), la cual tiene sus orígenes en la época romana. ¡Hace tantos años, y qué poco se habla de esto! Quizás sea porque la industria del sexo nos ha vendido una idea romantizada y únicamente erótica, que pone el acento en lo genital, y no en todo lo que sucede a nivel emocional.

 

Algunas investigaciones mencionan el término “disforia poscoital”; sin embargo, este aún no ha sido reconocido en la comunidad médica ni psicológica. Por ejemplo, ya hace 20 años se registró que al menos la mitad de las mujeres sexualmente activas en Reino Unido experimentaban tristeza, alta irritabilidad, ansiedad, melancolía o culpabilidad después de tener sexo consentido.

 

Vacío versus seguridad

 

En nuestro cerebro existen estructuras que se activan durante el sexo y que luego “se apagan”, lo cual genera un desbalance en las emociones. Por ello, es probable que una persona olvide sus problemas durante el acto sexual, y luego del clímax, vuelva a un estado de realidad que le recuerda que estos siguen allí. Las relaciones sexuales casuales y sin compromiso incrementan estos sentimientos, pues las emociones negativas experimentadas no encuentran un lugar seguro para expresarse. Esto crea un mayor vacío en la persona, ya se trate de hombres o de mujeres.

 

A partir de ello, algunos psicólogos mencionan la importancia en la pareja del vínculo: aquel que implica caricias, abrazos, conversaciones, incluso una siesta juntos después del sexo. Nada de eso sucede si todo el tiempo uno trata de no involucrarse. Es aquí donde reside la necesidad de establecer un vínculo maduro y duradero, en el que puedan permanecer juntos…, y no irse antes del desayuno.

 

A este permanecer juntos (¡y para siempre!) en muchas culturas se le conoce como “matrimonio”. En efecto, el matrimonio permite a la pareja donarse en su totalidad, en un espacio íntimo y emocionalmente seguro.

 

En busca de una verdadera intimidad

 

La teoría triangular del amor de Sternberg nos habla de tres componentes: la intimidad, la pasión y el compromiso; en su “justa medida”, estos permiten un amor consumado. Actualmente solemos reducir la palabra «intimidad» a la expresión del amor en el acto sexual, propiamente llamado “coito”. Olvidamos que nuestra integralidad reclama un vínculo profundo que trasciende lo físico.

 

Por lo tanto, esta intimidad que anhelamos se encuentra primero en aquellos momentos en los que uno se muestra tal como es, con sus miedos y heridas, con sus sueños y proyectos.

 

* * *

 

Es en el verdadero vínculo emocional y espiritual donde la pareja se fortalece. ¿Por qué? Porque en esta intimidad se construye un amor sin condiciones. El sexo es la cereza del pastel, porque solo habiendo construido un amor comprometido, sin egoísmos, maduro y virtuoso, la relación sexual será realmente plena.

Estamos bien hechos

Un marido me confesaba que se sentía algo frustrado porque el sexo era difícil, ya que a su mujer pocas veces le apetecía tanto como a él. También una mujer me expresaba su desconcierto al no saber cómo responder mejor físicamente.

 

Este ejemplo, que habitualmente se suele dar —y podría pasar al revés: que ella tuviera más deseo sexual que él—, puede llevar a pensar que estamos mal conformados, o que vamos desacompasados.

 

¿Realmente estamos mal hechos?

 

No; no es que estemos mal hechos, sino que, ¡es tan importante saber descubrir la respuesta sexual tanto femenina como masculina! Precisamente las diferencias en la respuesta sexual nos complementan, son la clave para la donación mutua. En ella, no todo queda supeditado al impulso, sino que se destaca la entrega, esa entrega plena que nos da la felicidad.

 

Es necesario acompasarse

 

Es bueno prepararse para el encuentro sexual, saber esperar y ayudarse mutuamente, porque la relación conyugal es un acto libre e inteligente. Karol Wojtyla lo explica en Amor y responsabilidad: “Los sexólogos constatan que la curva de excitación de la mujer es diferente de la del hombre: sube y baja con mayor lentitud. En el aspecto anatómico, la excitación en la mujer se produce de una manera análoga a la del hombre (el centro se halla en la médula S2-S3); con todo, su organismo está dotado de muchas zonas erógenas, lo cual la compensa en parte de que se excite más lentamente. El hombre ha de tener en cuenta esta diferencia de reacciones, pero no por razones hedonistas, sino altruistas. Existe en este terreno un ritmo dictado por la naturaleza que los cónyuges han de encontrar para llegar conjuntamente al punto culminante de excitación sexual”.

 

También añade que es necesario acompasarse, porque “la mujer difícilmente perdona al hombre la falta de satisfacción en las relaciones conyugales, que le son penosas de aceptar y que, con los años, pueden originar un complejo muy grave… la indiferencia de la mujer es a menudo consecuencia de las faltas cometidas por el hombre que deja a la mujer insatisfecha”.

 

* * *

 

En las diferencias encontramos una riqueza inmensa, se nos manifiesta el sentido de la sexualidad conyugal. No estamos mal hechos, sino que hombre y mujer tenemos que descubrirnos mutuamente para poder experimentar la entrega verdadera a través del acto sexual.

¿Intimidad sin sexo?

El significado de intimidad, como el de muchas otras palabras, ha sido fuertemente distorsionado. En este mundo innegablemente hipersexualizado, hablar de intimidad es hablar de sexo y no de la dimensión interior en la que nos relacionamos de forma profunda con otros.

 

El gran riesgo de tener esta “definición” de intimidad, es cómo nos aproximamos a ella con nuestra pareja. Sabemos que una relación entre dos personas es mucho más que solo la dimensión física. Somos seres integrales: cuerpo, mente y espíritu. Todas estas realidades están fuerte e inseparablemente integradas, al punto que, sostener una relación donde neguemos cualquiera de ellas, no solo no será plenificante, sino que será, en esencia, deshumanizante.

 

Y la realidad es que el sexo, aunque constituye la expresión más perfecta del amor conyugal, donde está involucrada y entregada totalmente nuestra unidad bio-psico-espiritual, no siempre es una posibilidad dentro del matrimonio. Por ejemplo: el puerperio, más conocido como el posparto, durante el cual se recomienda un período de abstinencia entre 4 y 6 semanas, para evitar una posible infección en la madre.

 

Entonces, ¿se acabó la intimidad? ¿Es posible estar activamente cerca de mi cónyuge si el sexo no está dentro de las opciones? ¡Claro que sí! Porque la intimidad está mucho más relacionada a un aspecto interior, ayudado por lo exterior, donde se desarrolla y fortalece la relación con mi pareja. Aquí les dejamos 3 formas muy concretas y fáciles para que crezcan en intimidad.

 

Besos, abrazos y caricias (físico)

 

Hay un motivo por el cual besar, abrazar y acariciar te hace sentir más cerca y enamorado de tu pareja y se llama: oxitocina, también llamada la hormona del amor. Pero hay un detalle con esta hormona: es tímida. Así que necesita un ambiente de seguridad y un plazo largo de tiempo para “entrar en confianza” y salir. Por eso, la evidencia científica demuestra que los abrazos que generan bienestar son aquellos que duran entre 5-10 segundos (si duran 20 segundos, excelente).

 

En general, con estas demostraciones de afecto hay que ser muy intencionales. Besar con intención y hacerlo bien; es decir, estar presente en ese beso. Igual con los abrazos y otro tipo de caricias románticas. La cercanía que generan los besos y abrazos largos es única.

 

Así que, esposos, los retamos a tener una buena sesión de abrazos y besos cada noche, antes de acostarse, por al menos 5 minutos. Es muy valioso aprender que estas muestras de afecto no siempre nos “tienen que” llevar al sexo y así poder disfrutarlas y quererlas por sí mismas. Háganlo y verán cómo su intimidad se verá beneficiada y se sentirán, innegablemente, más cerca uno del otro.

 

Conversaciones profundas (mental)

 

Nada enamora tanto como una buena conversación, de esas en las que pierdes conciencia de la hora y se pierden entre tantos temas paralelos y chistes internos. Pues, ¡hay que darle espacio a estos momentos! Con la vida tan acelerada, los trabajos y hasta con los hijos, es probable que sintamos que no tenemos tiempo para nada; sin embargo, hay que priorizar el tiempo de calidad con nuestro cónyuge.

 

En estos momentos podemos repasar sobre cómo nos venimos sintiendo estas semanas, qué nos está costando personalmente, qué sueños tenemos, qué queremos lograr juntos y hasta qué nuevos lugares queremos conocer. Dedíquense a soñar juntos y trazar planes para lograrlos. Sobre todo, busquen hacer reír a su pareja.

 

Oración (espiritual)

 

El espíritu también reclama intimidad con nuestro cónyuge. Es importante compartir esta sed de Dios como esposos y buscarlo juntos. Recordemos que el matrimonio es de a tres y esa tercera Persona también necesita tiempo de calidad. Seamos fieles con el inmenso e inmerecido amor que nos tiene Dios. Cada matrimonio encontrará una forma de orar juntos: al inicio o al final del día, haciendo lectio divina, yendo a ver al Santísimo juntos, alabando, etc. Las formas de orar seguro variarán de casa en casa, pero no olvidemos este tiempo juntos para crecer en nuestro amor, fortalecer la relación y pedir por las gracias necesarias para ser cada día mejores esposos.

 

En general, creemos que debemos ser intencionales con la búsqueda de espacios que promuevan la intimidad esponsal. Esta cercanía se logra con más que solo sexo y definitivamente los hará más felices. Ya nos cuentan después de esos besos 😉

 

¡Nos vemos en el siguiente artículo!

Pía&Jorge

¿Qué sentido tiene la espera de relaciones sexuales (en el noviazgo y en el matrimonio)?

Estamos acostumbrados, no solo en las películas y series, sino también en la realidad, a ver que “si me apetece/si el cuerpo me lo pide”, ¿por qué no se van a tener relaciones con alguien que te atrae, incluso sin conocer a esa persona? Parece que, si no lo haces, te estás perdiendo muchas cosas. O que eres un poco estrecho o miedoso. Pensemos un poco acerca de esto.

 
 

Pasar un buen rato con un desconocido

 

Recuerdo de joven que, en un bar de copas, una amiga me insistía en que podía acostarme con un chico francés que trataba de ligar conmigo. La razón de mi amiga —¡quizá no tan amiga!— era esta: “Pasarás un buen rato y, además, como es extranjero no volverás a verle”. En ese momento, di gracias por la educación recibida, por mi sensibilidad y por el miedo ante algo absolutamente desconocido con un ser absolutamente desconocido. De hecho, pensé: “¿Cómo es posible que la gente se acueste sin conocerse?”.

 

La espera en el noviazgo

 

Llevemos esta situación al noviazgo: ¿si nos queremos, podemos acostarnos? Ciertamente, se trata de algo tan habitual que aquellos novios que no tienen relaciones, no viajan juntos o no conviven son vistos en muchos ambientes como especies en extinción.

 

¿Por qué, entonces, unos novios deciden esperar a tener relaciones sexuales en el matrimonio? Mi primera recomendación es que no deben mantenerse en esa postura a la fuerza, de modo impositivo.

 

Por el contrario, tiene que ser una elección que surja de lo profundo del alma y del corazón. Una decisión de querer entregarse llegado el momento, en cuerpo y alma. Mientras, en esa espera, la inteligencia y la voluntad —junto con la intuición de querer vislumbrar un amor limpio, que pueda sostener una vida futura en común— mantienen firme esa decisión.

 

El noviazgo es tiempo de discernimiento, de conocerse, de aprender a mirarse a los ojos. Cuando el deseo sexual arrasa esa firmeza, dejamos de mirarnos a los ojos y perdemos la capacidad de valorar libremente si esa persona es la que podremos elegir para toda la vida.

 

El matrimonio: plenitud de la entrega

 

Cuando nos casamos, empieza la fiesta: manifestamos por fin, y de modo pleno, la promesa del “sí quiero”, con el cuerpo y con el alma. Al casarnos entregamos la persona que somos. Nuestro cuerpo pasa a ser del otro y viceversa, porque “somos cuerpo”. La entrega corporal se muestra de mil maneras. Y una de ellas, tan especial y propia del matrimonio, es la relación sexual: el cuerpo está mostrando que “te doy mi vida entera”. El “seréis una sola carne” tiene todo el sentido cuando existen un compromiso y una promesa de darlo todo, ¡antes no! Antes, seguramente, es solo un desencadenamiento de pasiones y afectos.

 

Cuando existe entrega plena conyugal, existe también apertura a la vida necesariamente: solo las relaciones sexuales en las que existe unión corporal, unión afectiva y unión espiritual responden a la verdad de la persona querida por Dios.

 

La verdadera fecundidad

 

De hecho, son esas relaciones las que transmitirán una fecundidad tan grande que tanto el marido como la mujer podrán incluso decir “esto es el cielo para nosotros”. La paz y la serenidad recaerá sobre sus vidas, se expandirán a otros y serán muy fecundos, teniendo más, menos o ningún hijo —valga recordarlo: los hijos son regalos que se nos dan—.

 

En el matrimonio, en muchas ocasiones, los cónyuges deciden que es mejor que no venga un hijo, por paternidad responsable: ellos desean seguir viviendo sus relaciones sexuales en plenitud, mantener el “seréis una sola carne” que ya han experimentado como una grandeza que les sobrepasa.

 

Entonces es cuando deciden recurrir a las relaciones en momentos infértiles para seguir cuidando la verdad del acto sexual. Para ello es necesario lograr un conocimiento de la fertilidad que les ayude a vivir los periodos de continencia con confianza mientras así lo decidan (recordemos también que el discernimiento de tener o no hijos se va actualizando y renovando según cada circunstancia conyugal que se viva). La espera de relaciones sexuales en determinados momentos también es entrega. Y, si bien la gracia sacramental llega a los esposos a través del una sola carne, también llega a través de la convivencia, de cuidarse y respetarse cada día.

Podemos resumir todo esto en aprender a vivir la castidad, la virtud de los que se aman y que viven su sexualidad con vistas a un bien superior. En el noviazgo la sexualidad se vive en forma de reserva, de espera, aun no es tiempo de la entrega corporal que supone el matrimonio. Los cónyuges también viven la castidad conyugal. Esta se expresa tanto en los momentos de espera como en los momentos de una relación sexual plena.

 

* * *

 

Pedir ayuda para vivir con el cuerpo lo que deseamos con el corazón es tremendamente importante —a través de los sacramentos y de la oración—. Somos frágiles y requerimos de dosis enormes de gracia para responder a la llamada del Amor según la situación vital en que nos encontremos.

 

Si te ha gustado el artículo o deseas encontrar más información al respecto, puedes buscarme en Instagram: @evacorujo_letyourselves

En busca de la masculinidad escondida

¿Dónde están los hombres caballeros dispuestos a dar el lugar a las mujeres, o a abrirles las puertas a su paso, solícitos? ¿Hay todavía varones que puedan mostrarse orgullosos de su masculinidad? ¿Acaso será que ya no existen? ¿O simplemente están escondidos?

 

Vale realizarse estas preguntas —y muchas más—, en una sociedad pretende hacernos creer no sólo que la diferencia sexual por naturaleza no existe, sino incluso que ser varón es algo malo en sí mismo. Esto se lo debemos al feminismo radical y violento, que busca imponer su dialéctica de odio entre los sexos a las nuevas generaciones. El varón, junto a todas las características propias de su ser masculino, es presentado prácticamente como la causa de todos los males del mundo.

 

Claro: así las cosas, ¿quién se animaría a ser gentil o atento con alguna mujer desconocida, a riesgo de pasar un mal momento? Por eso, para comprender la relevancia de que tanto varón como mujer sean fieles a su verdadera esencia, a su diseño original, reflexionaremos sobre las características masculinas que nos ofreció San Juan Pablo II, a través de sus escritos, sus homilías y su maravillosa Teología del Cuerpo. Todo lo que mencionaremos será a modo de rasgos generales, sabiendo que cada varón es único e irrepetible con sus particularidades propias, pero con una esencia masculina que les es común. A su vez, lo que presentemos incluye a todos los varones en cualquier estado de vida: solteros, novios, casados, viudos, sacerdotes o religiosos.

 

Esposo

 

El varón está llamado a ser esposo. Es decir, a caminar junto a la mujer. A reconocerse a sí mismo, y a descubrir su identidad al reconocer la diferencia en ella. Es esposo en tanto que necesita la “ayuda adecuada” de la mujer para comprender la totalidad de lo humano, para darse cuenta de que su existencia no tiene sentido sin una “otra” a quien donarse y entregarse. Necesita de la mujer para ser capaz de salir de sí mismo, de su círculo cerrado y dirigirse hacia ella.

 

El varón es esposo porque su ser, expresado en su cuerpo, tiene un significado esponsal que con un lenguaje propio le indica que su vocación es la entrega a los otros. Este ser esposo, explica San Juan Pablo II, asume su plenitud cuando se da en la comunión con Cristo, quien es el Esposo del alma humana, de la humanidad y de la Iglesia.

 

De hecho, este lenguaje nupcial se presenta en toda la Biblia para describir la relación entre Dios y los seres humanos. En el Antiguo Testamento Dios es representado como el Esposo, y el pueblo judío es la esposa. En el Nuevo Testamento, Cristo se identifica con el Esposo que se entrega en totalidad fecunda hacia su esposa, la Iglesia. Es por tal motivo que los sacerdotes son imagen viva de la presencia de Jesús Esposo en la Tierra y entregan su vida al servicio de la Iglesia.

 

Por otro lado, cuando el varón toma el camino del matrimonio, su llamado a ser esposo toma sus rasgos particulares. En este camino, tiene que ocuparse siempre de ser “amigo del Esposo”, como afirma el Papa polaco. A esto se refiere al sugerir que el varón tiene que recordar que, antes de que su amor iniciase, aquella a quien ama era ya amada: ella era y es amada eternamente por Dios, antes de cualquier amor humano.

 

Este ser “amigo del Esposo” supone, entonces, ser consciente de que todo lo que la mujer es como persona, con sus cualidades propias, es un don de Dios. Y que el amor entre los cónyuges es también, antes que nada, regalo de Dios, a quien deben siempre volver su mirada agradecidos.

 

El varón está llamado, como consecuencia, a cuidar en su relación con la mujer y en sus acciones hacia ella su deber frente a Cristo Esposo, que la ha amado hasta dar la vida por ella. Como dice la Carta a los Efesios en el capítulo 5, el esposo es invitado a amar a su esposa a la medida que Cristo ama a la Iglesia y se entrega por ella.

 

Siervo y protector

 

El hombre, para ser esposo, debe ser siervo como Cristo. Él lavó los pies a sus apóstoles, poniéndose en el último lugar. Tiene que estar al servicio de la mujer, a su cuidado, ya que ella está al cuidado y al servicio de la vida. Él debe ser su sostén y refugio.

 

El varón cuida, auxilia y guía. El varón es, en general, más fuerte físicamente que la mujer, por eso siente la invitación a protegerla de modo especial, a ayudarla y a buscar su bienestar. De aquí surge la caballerosidad de los hombres y su trato especial hacia las mujeres.

 

¡Atención! Esto no es porque se las considere inferiores o menos capaces, sino porque se tiene conciencia de la grandeza de la vocación a la cual ellas son llamadas, del misterio que encierran, y se actúa en consecuencia. La mujer que acepta con gratitud el cuidado de los otros es una mujer capaz de dar, también ella, protección a quienes lo necesiten. Porque es sensible a los requerimientos de su entorno.

 

En cambio, cuando avanza el erróneo pensamiento de que no existe diferencia entre los sexos, caemos en una estéril soberbia narcisista, que nos hace creer que nos bastamos a nosotros mismos. Y eso termina ahogándonos.

 

La protección masculina se da también —y fundamentalmente— como protección hacia el amor humano. San Juan Pablo II escribe: “[el varón] se descubrirá continuamente a sí mismo como custodio del misterio del sujeto, es decir de la libertad del don, hasta el punto de defenderla de cualquier reducción a la posición de un mero objeto”. [1] Más adelante, nos recuerda: “el hombre «desde el principio» debería haber sido custodio de la reciprocidad del don y de su auténtico equilibrio”. [2]

 

También se presenta una cierta custodia de los propios e íntimos impulsos, de modo tal que se “abra el espacio interior de la libertad del don”. [3] Si bien esta tarea es común a ambos sexos, se señala que sólo podrán comprender el significado del cuerpo, es decir, el significado de la feminidad y masculinidad, en la “esfera de las reacciones interiores del propio «corazón»”. [4]

 

Vemos, entonces, que la primera tarea del custodio se da en la des-objetivización del amor: en buscar que sus impulsos y su actuar no reduzcan al otro a una cosa. En el caso de no lograrlo, se vería imposibilitado de redescubrirse como varón, y permanecería incógnito para él mismo.

 

Esta situación impediría la donación y, por ende, el descubrimiento de la grandeza [5] del varón en la plenitud de su masculinidad. Podemos observar un bello ejemplo de esto en Tobías.[6] Antes de consumar su matrimonio, él pide a su esposa levantarse del lecho nupcial para rezar a Dios. Le piden a la Fuente del Amor que su eros esté integrado en un ágape profundo. En definitiva, piden que su amor conyugal pueda ser vivido según la gracia de Dios, haciéndoles conscientes del verdadero significado esponsal de sus cuerpos y de la donación que iban a realizar. Aquí es el varón quien frena cualquier tipo de impulso que pudiese menoscabar la belleza de aquel amor: él cuida a su esposa de no caer en aquello que él previene para sí mismo.

 

Padre

 

San Juan Pablo II indica que el hombre “debe ser no solamente un ser social, organizador, anunciador y defensor de la idea, sino que también, sobre todo esto, padre y protector. De lo contrario, no realiza toda la entera plenitud moral de su individualidad masculina”.[7]

 

La paternidad es la característica más importante de la masculinidad. Ella no se refiere exclusivamente a la paternidad material, sino a la fecundidad de una misión dada por Dios. Sólo mediante la realización de estas acciones llega a comprenderse como tal.

 

La paternidad espiritual comienza, entonces, siendo custodios del “amor verdadero”, derrotando todo egoísmo[8] y fortaleciéndose ante cualquier dificultad.[9] Este «amor verdadero» constituye el único contexto adecuado para comprender el “sentido íntegro de la donación y la procreación humana”.[10]

 

En otras palabras: es tarea del varón proteger tanto el amor conyugal como a los hijos. Se trata de una paternidad que se orienta a favorecer el “amor verdadero”, el cual permite, a su vez, que el hombre y la mujer vivan el amor conyugal de una manera íntegra y fructuosa.

 

Por otro lado, es evidente la importancia del calificativo “padre” respecto a los hijos de la carne y espirituales. El padre cuida sus hijos como el fruto precioso del amor conyugal y divino. Ellos son para él, como afirman varios padres de la Iglesia, el signo de ser “una carne” con su esposa.

 

En efecto, san Juan Pablo II remarca que la paternidad bíblica de Adán refiere a la “humanidad”, mientras que la de Abraham puede verse de “todos los creyentes”. [11] Podríamos hacer una analogía de la procreación del hombre a través del cuerpo y la del alma. Esta última, creada por Dios al igual que el cuerpo, mediante la educación, forma parte de una paternidad espiritual que conforma, de a poco, la cultura humana.

 

Como vemos, el varón, en su pura masculinidad, está llamado a la paternidad, biológica o espiritual, como una acción que lo trasciende, y que deja su huella en el mundo. Como un modo de dejar cierta presencia en una Creación que le fue dada para trabajarla y para multiplicarse.

 
 

* * *

 

La actitud actual respecto del sexo masculino, que parece caer ya en una especie de demonización, está logrando que los hombres se avergüencen, poco a poco, de su propia esencia. Que la escondan. Sin embargo, las características masculinas con las que el varón fue creado son maravillosas en todo su potencial. ¿Y resultan perfectamente complementarias a las de la mujer! Los aportes de la virilidad permiten entablar vínculos sanos tanto en la familia como en la sociedad. Es fundamental dejar que los hombres sean hombres, así como también educar a los niños varones en la nobleza de la caballerosidad.

 

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[1] C 20/02/1980, 2.

[2] C 30/07/1980, 2.

[3] C 12/11/1980, 3.

[4] C 12/11/1980, 4.

[5] Concilio Vaticano II, Gaudium et Spes, 24c: “Esta semejanza demuestra que el hombre, única criatura terrestre a la que Dios ha amado por sí mismo, no puede encontrar su propia plenitud si no es en la entrega sincera de sí mismo a los demás”.

[6] Sugerimos leer Tobías y Cantar de los Cantares a la par para comprender la unión entre el amor agapático y el erótico. También recomendamos hacerlo junto a la Deus Caritas Est de Benedicto XVI que trata el tema de forma espléndida.

Si se desea más bibliografía, pensamos que es interesante la última parte del Ensayo sobre el amor humano de Jean Guitton.

[7] K. Wojtyła, San Giuseppe, 269. En: K. Wojtyła (a cura di P. Kwiatkowski), Educare ad amare. Scritti su matrimonio e famiglia, Cantagalli, Italia 2014.

[8] San Pablo VI, Humanae Vitae, 21. Citado por san Juan Pablo II en: C 08/04/1981, 6b y C 05/09/1984, 6.

[9] Cf. C 30/06/1982, 3.

[10] C 01/08/1984, 1.

[11] Cf. C 07/11/1979, 2.