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Día: abril 12, 2023

Paternidad responsable y el misterio de la «cocreación»

Hace algunos meses, Lenny y yo nos enteramos de que ella estaba embarazada. Pudimos presenciar a través de una ecografía el milagro de la vida que llevaba en su vientre. Y esto coincidió providencialmente con el hecho de que pudimos profundizar más —¡siempre se puede más!— en el misterio de la Sagrada Familia.

 

Son hechos externos que coincidieron en ese momento de nuestra vida, pero que nos dieron la oportunidad de reflexionar sobre el milagro de la vida y la paternidad. Estas son algunas de las reflexiones que hemos ido pensando en los últimos tiempos, con las cuales quisiera hacer un paralelismo —salvando las grandes distancias— entre un matrimonio y familia como la propia en particular, y la Sagrada Familia.

 

¿“COCREADORES”?

 

¿Por qué, siendo el hombre como es —con sus muchas imperfecciones y limitaciones—, se le confía la vida de un nuevo ser, indefenso y extremadamente dependiente, para que sea —no poca cosa— cocreador, es decir, para que Dios tenga “necesidad” del hombre para llevar a cabo esa labor? ¿Cómo puede esperarse que él participe de la creación de este nuevo ser con Dios mismo? ¡Como si uno llegase a dar la talla para tamaña tarea!

 

Y, por otra parte, ¿cómo, luego de la cocreación, confiarle al hombre el desarrollo, el cuidado, la educación y la guía de ese pequeño, para que llegue al Cielo? Que es, en definitiva, aquello para lo que finalmente fue creado.

 

Es decir: en mi propio camino del día a día hacia el Cielo, no soy yo ni el más constante, ni el más firme, ni el más ejemplar, ¿y se espera que sea capaz de guiar a alguien más? ¡Menuda responsabilidad, de la que se habrá de rendir cuentas!

 

En tal sentido, meditaba el hecho de que Dios, siendo Dios, haya decidido, por un lado, confiar en la naturaleza humana —que ciertamente, está lejos de ser la más perfecta— para encarnarse y ser uno más entre nosotros. Por otro, incluso quiso ser confiado para tal misión a una familia, para su cuidado y educación.

 

Si pienso que el hecho de ser bendecido con un hijo es más que desbordante en cuanto a lo que uno podría recibir como regalo y responsabilidad por lo indigno que uno es, ¡con cuánta mayor razón será el que ese Niño sea el Dios hecho carne!

 

“ME LO MEREZCO”

 

Si se le regalase la responsabilidad de una paternidad a un matrimonio a partir del merecimiento, ninguno de nosotros lo merecería. ¿Quién podría decir que merece ser padre? ¿Por qué? ¿Cuál es el o los requisitos para merecer aquello?

 

Como en todas las cosas de la vida, Dios escoge a los que Él quiere, y ya está. Es un regalo inmerecido, que conlleva mucha responsabilidad. Lo que nos toca a cada uno —otra vez, como en todas las cosas de la vida— es estar atento a las inspiraciones o gracias que nos pueda regalar, para así poder responder con prontitud y responsabilidad a lo que se nos va pidiendo. Entonces, deberemos ser generosos con ello: lo que trae como respuesta a nuestra respuesta es más provechoso para uno mismo que para Dios, que quiere lo mejor para uno, y nos va guiando hacia ello. Queda de nuestra parte el dejarse llevar, o bien, el rechazarlo y tomar un “mejor” plan.

 

* * *

 

Considero que cambia la perspectiva a la hora de ver y hacer las cosas el tener claro nuestro lugar, nuestra tarea, nuestra misión, nuestra responsabilidad en relación con la crianza de los hijos. Sólo así se podrá ver más allá de lo inmanente, sensible o inmediato, dar un paso más hacia lo trascendente, y ver qué fue lo planeado por Dios desde la eternidad. Está en nuestras manos responder con la fidelidad que se nos exige.

 

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En busca de la masculinidad escondida

¿Dónde están los hombres caballeros dispuestos a dar el lugar a las mujeres, o a abrirles las puertas a su paso, solícitos? ¿Hay todavía varones que puedan mostrarse orgullosos de su masculinidad? ¿Acaso será que ya no existen? ¿O simplemente están escondidos?

 

Vale realizarse estas preguntas —y muchas más—, en una sociedad pretende hacernos creer no sólo que la diferencia sexual por naturaleza no existe, sino incluso que ser varón es algo malo en sí mismo. Esto se lo debemos al feminismo radical y violento, que busca imponer su dialéctica de odio entre los sexos a las nuevas generaciones. El varón, junto a todas las características propias de su ser masculino, es presentado prácticamente como la causa de todos los males del mundo.

 

Claro: así las cosas, ¿quién se animaría a ser gentil o atento con alguna mujer desconocida, a riesgo de pasar un mal momento? Por eso, para comprender la relevancia de que tanto varón como mujer sean fieles a su verdadera esencia, a su diseño original, reflexionaremos sobre las características masculinas que nos ofreció San Juan Pablo II, a través de sus escritos, sus homilías y su maravillosa Teología del Cuerpo. Todo lo que mencionaremos será a modo de rasgos generales, sabiendo que cada varón es único e irrepetible con sus particularidades propias, pero con una esencia masculina que les es común. A su vez, lo que presentemos incluye a todos los varones en cualquier estado de vida: solteros, novios, casados, viudos, sacerdotes o religiosos.

 

Esposo

 

El varón está llamado a ser esposo. Es decir, a caminar junto a la mujer. A reconocerse a sí mismo, y a descubrir su identidad al reconocer la diferencia en ella. Es esposo en tanto que necesita la “ayuda adecuada” de la mujer para comprender la totalidad de lo humano, para darse cuenta de que su existencia no tiene sentido sin una “otra” a quien donarse y entregarse. Necesita de la mujer para ser capaz de salir de sí mismo, de su círculo cerrado y dirigirse hacia ella.

 

El varón es esposo porque su ser, expresado en su cuerpo, tiene un significado esponsal que con un lenguaje propio le indica que su vocación es la entrega a los otros. Este ser esposo, explica San Juan Pablo II, asume su plenitud cuando se da en la comunión con Cristo, quien es el Esposo del alma humana, de la humanidad y de la Iglesia.

 

De hecho, este lenguaje nupcial se presenta en toda la Biblia para describir la relación entre Dios y los seres humanos. En el Antiguo Testamento Dios es representado como el Esposo, y el pueblo judío es la esposa. En el Nuevo Testamento, Cristo se identifica con el Esposo que se entrega en totalidad fecunda hacia su esposa, la Iglesia. Es por tal motivo que los sacerdotes son imagen viva de la presencia de Jesús Esposo en la Tierra y entregan su vida al servicio de la Iglesia.

 

Por otro lado, cuando el varón toma el camino del matrimonio, su llamado a ser esposo toma sus rasgos particulares. En este camino, tiene que ocuparse siempre de ser “amigo del Esposo”, como afirma el Papa polaco. A esto se refiere al sugerir que el varón tiene que recordar que, antes de que su amor iniciase, aquella a quien ama era ya amada: ella era y es amada eternamente por Dios, antes de cualquier amor humano.

 

Este ser “amigo del Esposo” supone, entonces, ser consciente de que todo lo que la mujer es como persona, con sus cualidades propias, es un don de Dios. Y que el amor entre los cónyuges es también, antes que nada, regalo de Dios, a quien deben siempre volver su mirada agradecidos.

 

El varón está llamado, como consecuencia, a cuidar en su relación con la mujer y en sus acciones hacia ella su deber frente a Cristo Esposo, que la ha amado hasta dar la vida por ella. Como dice la Carta a los Efesios en el capítulo 5, el esposo es invitado a amar a su esposa a la medida que Cristo ama a la Iglesia y se entrega por ella.

 

Siervo y protector

 

El hombre, para ser esposo, debe ser siervo como Cristo. Él lavó los pies a sus apóstoles, poniéndose en el último lugar. Tiene que estar al servicio de la mujer, a su cuidado, ya que ella está al cuidado y al servicio de la vida. Él debe ser su sostén y refugio.

 

El varón cuida, auxilia y guía. El varón es, en general, más fuerte físicamente que la mujer, por eso siente la invitación a protegerla de modo especial, a ayudarla y a buscar su bienestar. De aquí surge la caballerosidad de los hombres y su trato especial hacia las mujeres.

 

¡Atención! Esto no es porque se las considere inferiores o menos capaces, sino porque se tiene conciencia de la grandeza de la vocación a la cual ellas son llamadas, del misterio que encierran, y se actúa en consecuencia. La mujer que acepta con gratitud el cuidado de los otros es una mujer capaz de dar, también ella, protección a quienes lo necesiten. Porque es sensible a los requerimientos de su entorno.

 

En cambio, cuando avanza el erróneo pensamiento de que no existe diferencia entre los sexos, caemos en una estéril soberbia narcisista, que nos hace creer que nos bastamos a nosotros mismos. Y eso termina ahogándonos.

 

La protección masculina se da también —y fundamentalmente— como protección hacia el amor humano. San Juan Pablo II escribe: “[el varón] se descubrirá continuamente a sí mismo como custodio del misterio del sujeto, es decir de la libertad del don, hasta el punto de defenderla de cualquier reducción a la posición de un mero objeto”. [1] Más adelante, nos recuerda: “el hombre «desde el principio» debería haber sido custodio de la reciprocidad del don y de su auténtico equilibrio”. [2]

 

También se presenta una cierta custodia de los propios e íntimos impulsos, de modo tal que se “abra el espacio interior de la libertad del don”. [3] Si bien esta tarea es común a ambos sexos, se señala que sólo podrán comprender el significado del cuerpo, es decir, el significado de la feminidad y masculinidad, en la “esfera de las reacciones interiores del propio «corazón»”. [4]

 

Vemos, entonces, que la primera tarea del custodio se da en la des-objetivización del amor: en buscar que sus impulsos y su actuar no reduzcan al otro a una cosa. En el caso de no lograrlo, se vería imposibilitado de redescubrirse como varón, y permanecería incógnito para él mismo.

 

Esta situación impediría la donación y, por ende, el descubrimiento de la grandeza [5] del varón en la plenitud de su masculinidad. Podemos observar un bello ejemplo de esto en Tobías.[6] Antes de consumar su matrimonio, él pide a su esposa levantarse del lecho nupcial para rezar a Dios. Le piden a la Fuente del Amor que su eros esté integrado en un ágape profundo. En definitiva, piden que su amor conyugal pueda ser vivido según la gracia de Dios, haciéndoles conscientes del verdadero significado esponsal de sus cuerpos y de la donación que iban a realizar. Aquí es el varón quien frena cualquier tipo de impulso que pudiese menoscabar la belleza de aquel amor: él cuida a su esposa de no caer en aquello que él previene para sí mismo.

 

Padre

 

San Juan Pablo II indica que el hombre “debe ser no solamente un ser social, organizador, anunciador y defensor de la idea, sino que también, sobre todo esto, padre y protector. De lo contrario, no realiza toda la entera plenitud moral de su individualidad masculina”.[7]

 

La paternidad es la característica más importante de la masculinidad. Ella no se refiere exclusivamente a la paternidad material, sino a la fecundidad de una misión dada por Dios. Sólo mediante la realización de estas acciones llega a comprenderse como tal.

 

La paternidad espiritual comienza, entonces, siendo custodios del “amor verdadero”, derrotando todo egoísmo[8] y fortaleciéndose ante cualquier dificultad.[9] Este «amor verdadero» constituye el único contexto adecuado para comprender el “sentido íntegro de la donación y la procreación humana”.[10]

 

En otras palabras: es tarea del varón proteger tanto el amor conyugal como a los hijos. Se trata de una paternidad que se orienta a favorecer el “amor verdadero”, el cual permite, a su vez, que el hombre y la mujer vivan el amor conyugal de una manera íntegra y fructuosa.

 

Por otro lado, es evidente la importancia del calificativo “padre” respecto a los hijos de la carne y espirituales. El padre cuida sus hijos como el fruto precioso del amor conyugal y divino. Ellos son para él, como afirman varios padres de la Iglesia, el signo de ser “una carne” con su esposa.

 

En efecto, san Juan Pablo II remarca que la paternidad bíblica de Adán refiere a la “humanidad”, mientras que la de Abraham puede verse de “todos los creyentes”. [11] Podríamos hacer una analogía de la procreación del hombre a través del cuerpo y la del alma. Esta última, creada por Dios al igual que el cuerpo, mediante la educación, forma parte de una paternidad espiritual que conforma, de a poco, la cultura humana.

 

Como vemos, el varón, en su pura masculinidad, está llamado a la paternidad, biológica o espiritual, como una acción que lo trasciende, y que deja su huella en el mundo. Como un modo de dejar cierta presencia en una Creación que le fue dada para trabajarla y para multiplicarse.

 
 

* * *

 

La actitud actual respecto del sexo masculino, que parece caer ya en una especie de demonización, está logrando que los hombres se avergüencen, poco a poco, de su propia esencia. Que la escondan. Sin embargo, las características masculinas con las que el varón fue creado son maravillosas en todo su potencial. ¿Y resultan perfectamente complementarias a las de la mujer! Los aportes de la virilidad permiten entablar vínculos sanos tanto en la familia como en la sociedad. Es fundamental dejar que los hombres sean hombres, así como también educar a los niños varones en la nobleza de la caballerosidad.

 

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[1] C 20/02/1980, 2.

[2] C 30/07/1980, 2.

[3] C 12/11/1980, 3.

[4] C 12/11/1980, 4.

[5] Concilio Vaticano II, Gaudium et Spes, 24c: “Esta semejanza demuestra que el hombre, única criatura terrestre a la que Dios ha amado por sí mismo, no puede encontrar su propia plenitud si no es en la entrega sincera de sí mismo a los demás”.

[6] Sugerimos leer Tobías y Cantar de los Cantares a la par para comprender la unión entre el amor agapático y el erótico. También recomendamos hacerlo junto a la Deus Caritas Est de Benedicto XVI que trata el tema de forma espléndida.

Si se desea más bibliografía, pensamos que es interesante la última parte del Ensayo sobre el amor humano de Jean Guitton.

[7] K. Wojtyła, San Giuseppe, 269. En: K. Wojtyła (a cura di P. Kwiatkowski), Educare ad amare. Scritti su matrimonio e famiglia, Cantagalli, Italia 2014.

[8] San Pablo VI, Humanae Vitae, 21. Citado por san Juan Pablo II en: C 08/04/1981, 6b y C 05/09/1984, 6.

[9] Cf. C 30/06/1982, 3.

[10] C 01/08/1984, 1.

[11] Cf. C 07/11/1979, 2.