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Día: octubre 13, 2022

Lo que necesitamos reflexionar sobre los hijos antes de casarnos

¡Qué importante es el diálogo abierto y sincero entre los novios, antes de dar el gran “sí”! Porque el noviazgo es un camino de discernimiento, en el cual vemos si la persona que tenemos delante es realmente el valioso don que Dios quiere regalarnos para toda la vida. Ambos debemos coincidir en las ideas fundamentales que darán sostén a nuestro hogar. De modo contrario, vamos a construir la casa sobre arena, y ante la primera tormenta se verá derrumbada. Entre las ideas que necesitamos conversar está el imprescindible asunto de los hijos. Se ubica entre las primeras prioridades, ya que se trata de un tema medular en la familia. El lugar que le demos a la fecundidad de nuestro amor —entendida de modo integral: no sólo como fertilidad biológica— va a impactar directamente sobre nuestro matrimonio y nuestra familia. Veamos aquí algunas consideraciones a tener en cuenta sobre los hijos.

 

No son un peligro del cual “cuidarse”

 

A menudo vemos que en el camino inmediato al matrimonio se les insiste a los novios sobre “cómo se van a cuidar”. Algunas veces son ellos mismos quienes vienen con ese interrogante, producto de la presión externa a la cual están expuestos. Estamos frente a un tema por demás complejo y profundo. ¿Por qué? Porque se supone que uno se casa con el anhelo de formar una familia. Sin embargo, la mayoría de los jóvenes llega al casamiento con la preocupación sobre el control de la natalidad. Debemos repensar algunas cuestiones.

 

En primer lugar, es totalmente lícito y querido por Dios que los esposos sean capaces de discernir, con su inteligencia y voluntad, cuándo es conveniente abrirse a la vida y cuándo no. Es decir: que sean conscientes de la posibilidad real de concebir en determinados días del mes, y actúen en consecuencia. Esto es posible gracias al conocimiento de la fertilidad que otorgan los métodos que se ocupan de su reconocimiento. También hay que considerar que la apertura a la vida en el matrimonio debe ser generosa y confiada en la Providencia, siempre en relación a la situación particular y momentánea de esa familia.

 

En segundo lugar, debemos replantearnos por qué en la sociedad actual existe tanto miedo a tener hijos. Está tan expandido que incluso se ha metido en la mente de las parejas cristianas. Tener hijos es parte de la naturaleza del matrimonio y de su unión sexual. No hay que vivirlo como dos realidades separadas, sino como una única realidad de entrega de amor de los esposos en el acto conyugal. En la preparación a novios, estamos partiendo, muy a menudo, un “no” a la fertilidad a priori. Pero el camino que más felicidad y paz da a los jóvenes esposos es partir de un “sí”. ¿A qué nos referimos con esto? Simplemente, a revertir nuestra actitud frente a la vida.

 

Así, en vez de partir de la idea de no tener hijos para pasar como excepción a la idea de cuándo tenerlos, proponemos partir de la actitud de sí tener hijos, para que, cuando la situación lo requiera, pasemos a la actitud de evitar tenerlos. Como una excepción. Los resultados prácticos son los mismos en los dos casos, ya que en ambos son los esposos quienes deciden abrirse o no a la posibilidad de concebir. Sin embargo, lo que cambia es el modo de posicionarnos frente a la vida: ¿nos posicionamos frente a ella con una actitud de rechazo, o con una actitud de acogida?

 

En tercer y último lugar, es necesario replantearse las palabras que usamos al referirnos a los posibles hijos. Cuando hablamos de “cuidarse”, se entiende que evitamos cierto mal hacia nosotros —uno se cuida de enfermedades, de problemas de toda índole, de peligros…—. Los hijos, al menos desde la óptica cristiana, no son ni males, ni enfermedades, ni peligros frente a los cuales cuidarse. Los hijos son una bendición, que nos es dada. No dejemos que esta sociedad enferma de individualismo y egoísmo —y ahogada en una ideología antinatalista— ensombrezca los corazones puros y deseosos de bien de los jóvenes novios y matrimonios.

 

Son de Dios y para Dios

 

Otro punto fundamental que tal vez pase desapercibido a menudo es el siguiente. Los hijos no son nuestros, son de Dios. No nos pertenecen, ni son una extensión de nosotros en el tiempo. Tampoco vienen a cumplir por nosotros aquellos sueños que no hemos podido alcanzar por nuestra cuenta. Ni siquiera vienen a cumplir nuestras expectativas sobre ellos. Nuestros hijos son, antes que nada, hijos de Dios. Por lo tanto, son hermanos nuestros en la Fe.

 

El ser de nuestros hijos proviene de Dios, su existencia les fue dada por Él, mientras que nosotros sólo aportamos la realidad material para que la vida se diera. Así como su origen se encuentra en el Creador, en Él también se encuentra su destino. Ellos son para Dios y están llamados a cumplir Su Voluntad, no la nuestra. No son para el mundo, ni para nosotros.

 

¡Cuántas veces escuchamos excusas en contra de la natalidad, según las cuales no tiene sentido traer hijos a este mundo para que sufran! Esa es una mirada que niega a Dios por completo. Los hijos que vienen al mundo son almas cuya finalidad es amar a Dios y ser felices en la comunión con Él. Ciertamente, en el camino de la vida se encontrarán con innumerables dificultades, pero todas ellas son posibles de soportar, con el auxilio de un Dios que vela por sus creaturas y les da los medios para superar el mal. Cuando nos quejamos del mundo en que vivimos, pensemos también qué hacemos para que sea un lugar mejor. El Reino de Dios se construye en lo cotidiano, y dar a la sociedad hijos que sean personas de bien es un excelente modo de construir el Reino. La brillante filósofa Hannah Arendt decía con tanta certeza que cada niño que nace es una promesa para el mundo.

 

Son un don, no un derecho

 

Otro tema a considerar es un punto realmente controversial a los ojos de la sociedad actual. Sabemos que en la mayoría de los países tener hijos se ha convertido en un derecho garantizado por la ley. Suena muy bien, si no nos ponemos a analizar cuál es el fondo de la cuestión. Si abrimos el tema a la reflexión, veremos que las personas tenemos derecho a cosas que nos pertenecen o a determinadas acciones necesarias para vivir dignamente. Ahora bien, los hijos no son ni cosas ni acciones: son personas. Por lo tanto, nadie puede tener derecho a poseerlos.

 

Pensar al hijo como un derecho es ponerlo un escalón por debajo de los padres y adultos que lo desean, cuando en realidad debería ser lo contrario: las legislaciones deberían velar por los derechos del niño y por su interés, que está por encima de los intereses adultos. Cuando el hijo es un derecho, pasa a ser propiedad de los padres, se lo concibe como un objeto para satisfacer un deseo, sin importar a costa de qué. Es en estas ocasiones en las cuales, por ejemplo, se priva intencionalmente a un menor de su verdadero derecho de tener una madre y un padre, para darle en lugar de eso dos padres o dos madres. O se le quita su derecho de estar con la madre que lo ha gestado por nueve meses, para dárselo a quienes alquilaron aquel vientre.

 

Cuando los hijos son vistos como un derecho, vienen al mundo a satisfacer emocionalmente a sus padres, a cumplir la voluntad de ellos y a ser un gran depósito de sus expectativas. Con esto no queremos decir que el deseo de tener hijos no sea algo noble. Todo lo contrario: el anhelo del hijo es algo bueno y sano, siempre y cuando el niño sea entendido como alguien a quien recibir y amar por lo que es, y no por lo que nos puede ofrecer a nosotros. El hijo debe ser amado por sí mismo y por nada más, siempre va a ser un bien en tanto que existe. Porque con la misma lógica consumista que se lo desea a costa de cualquier precio, ese hijo va a ser descartado antes de nacer si no viene a satisfacer ningún deseo, si no es el momento oportuno o si no trae la salud necesaria para hacer “felices” a sus padres.

 

Sabemos con certeza el dolor que implica para tantos matrimonios cuando desean la llegada de un hijo que no viene. Y su deseo, como dijimos, es noble y bueno. Esos casos hacen pensar en el gran misterio de Dios, único dueño de la vida, cuya Voluntad a veces toma caminos incomprensibles para nosotros. Por eso es tan importante reflexionar sobre los posibles hijos antes de casarnos, y pensar qué concepción tenemos de ellos. Un sacerdote amigo nuestro suele decir que los hijos primero se conciben en el corazón, y luego en el cuerpo. Podemos verlos como derechos, metas o proyectos personales, o verlos como lo que realmente son: un don inmerecido que, debe ser acogido y amado por sí mismo.

 

Son una tarea

 

Nuestra vocación de padres no termina con la sola acción darles la vida. Juan Pablo II ha explicado de modo extenso cómo el llamado a la paternidad y maternidad implica especialmente la educación de los hijos. El hijo es un don y una tarea. Sabemos que como personas somos una integridad, y que la vida biológica no lo es todo. Tener hijos implica una entrega diaria y generosa de uno mismo, para edificar una persona de bien, que busque la verdad y la felicidad en el amor a Dios y a los hermanos. Si el matrimonio, además de un gozo inmenso, implica entrega y sacrificio, el ser padres no se queda atrás.

 

La dicha y el amor a los hijos también comportan una entrega desinteresada, a pesar del cansancio y de las dificultades. Tenemos en nuestras manos la enorme tarea de formar seres humanos que traigan amor a un mundo deshumanizado. Cuando hablamos de paternidad responsable, justamente nos referimos a tomar la responsabilidad de la vida y la formación de los hijos que nos dé Dios. Debemos ocuparnos de la educación de las generaciones futuras. ¡Qué necesario es comprender que nuestros niños, más que comodidades materiales, necesitan tener una familia que permita vivenciar el amor de Dios y el servicio al prójimo! Cuando recordemos que el Hijo de Dios nació en un pesebre y salvó a la humanidad entera, vamos a darnos cuenta de qué es lo que necesitan realmente nuestros hijos.

 

Los hijos multiplican el amor de los esposos

 

El Creador, en su infinita sabiduría, ha querido que el amor del varón y de la mujer los uniera, y a la vez, los trascendiera. Dios llama a los esposos a ser fecundos, a ir más allá de ellos mismos. Esto es así porque el amor humano es imagen del amor Divino: comunión trinitaria de amor que se expandió hacia la Creación.

 

La fecundidad de los esposos puede ser tanto biólogica como espiritual. Muchos matrimonios que no pueden tener hijos biológicos tienen la gracia de adoptar, y otros tienen también la gracia de brindar a la Iglesia y a la sociedad una fecundidad de gran riqueza para la vida propia y la de los demás. Dios tiene pensado un camino de santidad para cada familia y la gran misión es descubrir cuál es el nuestro. A veces no es sencillo aceptar la voluntad de Dios, sobre todo cuando cambia de modo radical nuestros planes. Pero lo que sí sabemos con certeza es que, si seguimos Su Voluntad —aunque en el momento no lo comprendamos—, vamos a estar siguiendo nuestro bien. Cuando los esposos buscan ser fecundos y comunicar su amor hacia fuera de sí mismos, este crece y se multiplica, aumentando y madurando ese amor que tenían antes.

 

Hoy en día se presenta la imagen de los hijos como una molestia, una carga y un problema para el matrimonio. De hecho, se fomenta que las parejas no tengan hijos —o que tengan los menos posibles—, con políticas antinatalistas a las que se nos expone desde la adolescencia. Se promueve un amor hedonista, interesado y cerrado en dos personas. Cuando el varón y la mujer no abren su amor al afuera, cuando se cierran sobre sí mismos, terminan asfixiándose en un círculo vicioso. El amor que se comparte es el único que puede dar vida al mundo. Como hemos visto, los hijos implican una gran tarea, pero a su vez retroalimentan de modo sorprendente el amor de sus padres. Lo purifican de egoísmos y lo hacen más perfecto, porque pueden dar cada vez con mayor entrega.

 

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Para concluir, animamos a los novios, jóvenes esposos y a quienes se ocupan de la preparación al sacramento a mirar el don de la vida como un tesoro milagroso dado por Dios, que debe ser recibido con amor, más allá de cuán adversas puedan ser las circunstancias. No nos dejemos contaminar por una humanidad que se desprecia a sí misma, y que ve la vida de un bebé como un mal. Al contrario, mantengamos frente a la vida la actitud a la que nos invita Cristo: una actitud de responsabilidad, de alegría y de generosidad.

 

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