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Día: octubre 5, 2022

Tres enseñanzas del mejor cuento de amor de la historia

Quizás, para no generalizar, debería haber titulado este artículo “Tres enseñanzas de mi cuento de amor favorito”. Pero, sinceramente, creo que lavándome las manos en mi gusto subjetivo no le hubiera estado haciendo honor a esa obra maestra que es “El regalo de los reyes magos” (“The gift of the Magi”, de O. Henry, 1905). Fue publicado en el libro The four million, en el que el autor hace referencia a la cantidad total de habitantes de Nueva York —en respuesta a un artículo periodístico que sostenía que en la ciudad sólo había cuatrocientas personas que valía la pena conocer—, para resaltar el valor y la hondura de la vida cotidiana de cada individuo particular.

 

Por ello, en este cuento no encontraremos cartas de amor a la distancia, triángulos amorosos, besos bajo la lluvia, pedidos de matrimonio demoledores, amores a primera vista en medio de un gentío ni muertes en brazos del amado. Y, sin embargo —pese a no tener ninguno de estos clichés que caracterizan a las historias de amor que nos encantan—, este breve retrato de un joven matrimonio que atraviesa una crisis económica en la Nueva York de principios del siglo XX logra realzar tanto las particularidades de este hombre ordinario y esta mujer ordinaria que termina por mostrarnos la quintaesencia del amor. Al igual que como hice en mi artículo sobre el film Qué bello es vivir ante todo quiero mandar a quienes no lo hayan hecho a que no se pierdan de leer este cuentazo.

 

Luego, sin spoilear nada, vamos a quedarnos con tres enseñanzas sobre el amor que podremos encontrar si nos abrimos a la verdad que “El regalo de los reyes magos” tiene para nosotros.

 

#1 El amor nos hace ser quienes somos

 

Al inicio del cuento, en la descripción del departamento donde viven los jóvenes protagonistas, leemos: “Pertenecía al departamento una tarjeta con el nombre de «Señor James Dillingham Young». La palabra «Dillingham» había llegado hasta allí volando en la brisa de un anterior período de prosperidad de su dueño, cuando ganaba treinta dólares semanales. Pero ahora que sus entradas habían bajado a veinte dólares, las letras de «Dillingham» se veían borrosas, como si estuvieran pensando seriamente en reducirse a una modesta y humilde «D». Pero cuando el señor James Dillingham Young llegaba a su casa y subía a su departamento, le decían «Jim» y era cariñosamente abrazado por la señora Delia Dillingham Young”.

 

Este párrafo suele entenderse como un símbolo de la decadencia económica a la que se ha llevado a los jóvenes señores Young; un nombre extenso y propio de los estratos sociales más altos parece escurrírseles, y sin embargo, ¡qué importancia tiene ello! Cuando el protagonista llega a la casa y se reúne con su esposa, encuentra su verdadero nombre: Jim. En ese abrazo del amor, que nos reconoce por lo que somos, y no por lo que tenemos, descubrimos nuestra propia identidad, nos topamos con la dulzura de vernos pronunciados por el otro, por un otro que nos cuida, que nos admira, que nos ama.

 

Por eso, si bien a la hora de empezar una relación es importante saber quiénes somos, de dónde venimos y hacia dónde vamos, no resulta menos cierto que uno nunca está completo hasta que se encuentra con el otro, hasta que se refleja en su mirada. Quienes hayan leído el cuento recordarán que en la casa de Jim y Delia había un solo espejo, y uno demasiado angosto para que pudieran mirarse en un solo vistazo y sin moverse. Pero recordarán también —¡y cuán importante es esto en el final…!, perdonen, no spoileo más— que el reflejo que a Delia más le importa es el que le devuelven los ojos de su marido.

 

#2 El amor da sin esperar nada a cambio

 

Quizás sea este uno de los principales sentidos del cuento, de manera global. Pero lo podemos constatar también en un fragmento concreto. Luego de una parte clave en la historia, cuya referencia aquí omitiré, podemos leer: “Cuando Delia llegó a casa, su mente se aquietó un poco. Se detuvo a pensar con más sensatez y empezó a intentar cubrir las tristes marcas de lo que había hecho. El amor y la generosidad de quien da con gran corazón, cuando se unen, pueden dejar marcas profundas. Y nunca es fácil cubrirlas, queridos amigos, nunca es fácil”.

 

Aquí, el narrador ha adoptado un tono intimista, para revelarnos lo una gran verdad: el amor, naturalmente generoso, da sin esperar nada a cambio. Y tampoco tiene en cuenta, en el momento de la donación, cuán profundas serán las marcas que pueda dejar. Pero sabemos que el amor involucra a todo el individuo, y así constituye un acto de amor que la voluntad se vuelque hacia esa donación desinteresada y gratuita, también es un acto de amor que, por medio de la prudencia, busquemos alivianar —si las hubiera— las consecuencias de aquel impulso primero de la voluntad —si quieren que les dé un ejemplo en concreto, ¡lean el cuento!—. Porque amar sin medida también es amar teniendo en cuenta cuál es nuestra medida, y la del otro; es amar totalmente, sabiendo todo lo que puedo dar. En eso recae la heroicidad de la vida cotidiana.

 

#3 El amor sacraliza el día a día

 

Ya llegando al clímax del relato, el narrador nos dice: “Delia […] se sentó en la punta de la mesa que quedaba cerca de la puerta por donde Jim entraba siempre. Entonces escuchó sus pasos en el primer rellano de la escalera y, por un momento, se puso pálida. Tenía la costumbre de decir en silencio pequeñas plegarias, acerca de simples cosas cotidianas, y ahora murmuró: «Dios mío…»”.

 

En este punto, el cuento nos presenta un recordatorio de que todo encuentro entre los esposos —en la intimidad, o en cualquier momento de la vida cotidiana— abre la puerta también al ingreso de Dios, del Amor con mayúsculas. Y no sólo eso. El personaje de Delia, en su amor puro y desinteresado, es también un ejemplo de cómo conviene manejarse en la vida cotidiana: que cada pequeño paso se transforme en plegaria.

 

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Que el amor nos completa y nos permite ser nosotros mismos; que el amor da sin esperar nada a cambio, con la integridad de la persona puesta en juego, y que el amor abre un espacio en la vida cotidiana para la presencia de Dios: tres verdades que nos enseña “El regalo de los reyes magos”, de O. Henry. Por esta, y por muchas otras razones que podrán descubrir al leerlo, no se pierdan este hermoso relato, que nos llena el corazón con la emoción de quien sabe que, al decir de G. K. Chesterton, “no hay en el mundo nada más extraordinario que un hombre ordinario, su mujer ordinaria y sus ordinarios hijos”.

 

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¿Vocación a la soltería?

Vocación viene del verbo latino vocare, que quiere decir llamar. Cuando hablamos de vocación, hablamos de un llamado, de un propósito, de aquello para lo cual uno ha sido creado. Se suele aplicar la noción de vocación a distintos ámbitos, por ejemplo, el de la elección de una profesión —vocación de abogado, vocación de médico—. Sin embargo, en su sentido más profundo, se usa para hacer referencia a las dos grandes vocaciones cristianas: vocación al matrimonio y vocación a la vida consagrada.

 

Puede que yo haya llegado a la conclusión —después de un período de discernimiento o no— de que la vida consagrada no es para mí. Entonces, ¿mi vocación debe ser el matrimonio? Pero, ¿qué sucede si pasan los años y la persona indicada no llega? ¿Es que acaso no podré hacer aquello para lo cual Dios me ha creado? ¿Dios me habrá creado para la soltería? Si creo que tengo vocación al matrimonio, ¿podré realmente ser feliz si no encuentro a alguien con quien casarme?

 

Una gran vocación

 

Es cierto que al hablar de vocación en su sentido más profundo solemos hacer alusión al matrimonio y a la vida consagrada. Sin embargo, San Juan Pablo II plantea la idea de que, en realidad, sólo hay una gran vocación: la vocación al amor. El matrimonio y la vida consagrada no serían otra cosa que dos concreciones de dicha vocación.

 

San Juan Pablo II dice que la vocación a la vida consagrada será más bien una vocación excepcional. En cambio, la manera “general” según la cual se expresa la vocación al amor es el matrimonio. Pero, ¿podría ocurrir que alguien no tenga vocación ni a la vida consagrada ni al matrimonio? Yo respondería a esta pregunta de la siguiente manera: todos —ya sean consagrados, casados o solteros— están llamados a vivir su vocación al amor. Pero para entender esto, es importante que reflexionemos acerca de qué es el amor.

 

¿Qué es el amor?

 

Debemos distinguir el amor de aquellas realidades que suelen acompañarlo, pero que no son amor. Es el caso de la atracción física —asociada al deseo— y del enamoramiento. Si bien ambos —especialmente este último— se suelen identificar con el amor, San Juan Pablo II dirá que son insumos para el amor, pero no son amor. ¿Qué es, entonces, el amor?

 

Más que un sentimiento o un deseo intenso, el amor es una decisión: la decisión de buscar el bien y lo mejor para el otro. Se trata de una elección que se nutre de la atracción y de los sentimientos, pues el hecho de sentir cosas fuertes por alguien me puede ayudar a querer buscar en todo su bien. Sin embargo, en su esencia más pura, el amor es una elección.

 

En el amor de pareja, la búsqueda del bien del otro progresivamente se va viviendo como una donación. En efecto, uno paulatinamente le va haciendo el don de su persona al otro, a la vez que recibe el don de su persona el otro le hace. Y esta misma dinámica se aplica a la vida consagrada, en la cual el “otro” al cual uno se entrega completamente es Dios —y en Él, a los demás—. En su forma más extrema, el amor adquiere la forma del don. Y es desde esta comprensión que se entiende la vocación al amor.

 

¿Vocación a la soltería?

 

Hablar de una vocación universal al amor implica afirmar que el ser humano únicamente alcanza su plenitud amando, es decir, haciéndose don. El ser humano sólo alcanza su perfección última —su felicidad, su “florecimiento” en cuanto persona, su unión con Dios— entregándose a otro. En el matrimonio, ese “otro” será el cónyuge; y en la vida consagrada, ese “otro” será Dios. Pero la vocación al amor puede trascender estas dos concreciones —matrimonio y vida consagrada— manteniendo en el centro la dimensión de la entrega, la dimensión del don para los demás.

 

Alguien que no está casado ni es consagrado no tiene una vocación a la soltería: está llamado a vivir su vocación al amor. ¿De qué manera? Entregándose, haciéndose don para otros. Para eso ha sido creado, a eso es llamado por Dios. Y esa entrega podrá adquirir las formas más variadas.

 

La vocación al amor puede vivirse en el cuidado de los padres, de algún familiar enfermo, de sobrinos o ahijados. Puede vivirse también en una entrega a los otros en la tarea docente, en algún apostolado, o constituyendo un hogar de acogida. Puede vivirse también desde una dedicación a la política o a alguna obra de impacto social. Pero siempre en el marco de la entrega de la propia persona a los demás.

 

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La Escritura dice que hay más alegría en dar que en recibir (Hc. 20, 35). Y mientras uno más se entrega al dar, más plenitud experimenta. No son el matrimonio o la vida consagrada por sí mismos los que aportan dicha plenitud, sino el amor que uno es capaz de vivir en ellos. Y ese amor puede vivirse también fuera de ellos.