Vivimos en una cultura que nos dice que, para ser verdaderamente libres, las mujeres debemos controlar, suprimir, o incluso, anular nuestra fertilidad. ¿Qué pasa cuando lo que está en juego es más profundo que un simple control del cuerpo?
La pastilla anticonceptiva, las inyecciones hormonales, el DIU, e incluso la ligadura de trompas se nos presentan como decisiones responsables o liberadoras. Sin embargo, muchas mujeres no somos conscientes del impacto físico, emocional, psicológico y espiritual que esto conlleva.
Identidad
La fertilidad no es una falla del cuerpo. Es una expresión íntima de la identidad femenina.
Cuando se corta o se silencia —sea temporal o definitivamente—, algo más que un proceso biológico se ve afectado. Se trastoca la manera en que una mujer se relaciona con su cuerpo, con su sexualidad, con su dignidad… y con el otro.
TdC
Desde la Teología del Cuerpo, San Juan Pablo II nos enseña que el cuerpo tiene un lenguaje. El acto sexual habla de entrega total, de apertura al otro y a la vida. ¿Puede haber una entrega sincera si uno o ambos cierran voluntariamente la puerta a la vida?
Anticonceptivos
Muchas mujeres reportan consecuencias psicológicas al usar anticonceptivos hormonales:
- cambios de humor,
- pérdida del deseo sexual,
- ansiedad o depresión,
- sensación de desconexión del propio cuerpo.
También cambios en la atracción hacia su pareja. ¿Esto lo estamos hablando lo suficiente?
En la pareja, cuando se elimina la fertilidad como parte del vínculo, se corre el riesgo de convertir el cuerpo del otro en objeto de uso, no de comunión. La relación puede volverse funcional: sexo sin consecuencias, sin apertura, sin dimensión trascendente. Eso, tarde o temprano, empobrece el amor.
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La verdadera liberación no está en no quedar embarazada, sino en elegir conscientemente amar con el cuerpo entero, sin reservas, en el respeto mutuo, en la entrega total, en el abrazo del ciclo natural. Los métodos como la planificación natural respetan la dignidad del cuerpo y fortalecen la comunicación en la pareja.
Entonces, la fertilidad no es el problema. La cultura que nos enseñó a temerla, sí. Es tiempo de reconciliarnos con nuestro cuerpo, con nuestra verdad más profunda, con nuestra vocación al amor.