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¿Es mejor convivir antes de casarse?

¿Y si convivimos primero? ¿Acaso habría alguna diferencia sustancial entre casarse y no casarse? Actualmente, existe una tendencia: la mayoría de noviazgos optan por convivir, y postergan o rechazan el matrimonio. Si bien es cierto que existen realidades diferentes por cada pareja y que no todos los novios tienen las mismas motivaciones, podríamos arriesgarnos a afirmar que la mayoría de razones para no casarse se basan en pragmatismo, y en una visión del amor desvinculada de la responsabilidad y del compromiso. Y lo decimos por lo siguiente…

 

Ciertamente, algunas parejas condicionan la decisión del matrimonio a la experiencia de vida juntos, como una especie de “prueba de fuego”, en la que pueden existir compromiso y estabilidad, pero… hasta donde dure la relación. Es decir, con una seguridad aparente, y contemplando como escapatoria la separación. Otras parejas se ven presionadas por circunstancias que parecen no poder controlar y, sin mayores alternativas, optan por la convivencia. El asunto es que tienen una visión del matrimonio como un “callejón sin salida”, del cual ya no habría vuelta atrás. Y en eso no se equivocan; la cuestión del “para siempre” o del “o todo o nada” implica riesgos, sí, pero también mayores beneficios, sin duda alguna.

 

Podemos ver que muchos subestiman el valor del matrimonio y lo catalogan como una mera tradición cultural o religiosa, sin entender su significado, y el bien que hace a la persona, a la familia y a la sociedad. Es verdad que no todos los matrimonios prosperan en la unión, y mucho se debe a creer que en el matrimonio se solucionan las crisis mágicamente. El matrimonio ciertamente fomenta la seguridad, la fidelidad y la estabilidad de la relación, pero ello no se determina de manera suficiente, en la medida en que los esposos no vivan coherentemente a la luz de Dios.

 

Nuestra experiencia

 

En nuestra particular historia, Adriana y yo, luego de comprometernos como novios, nos dimos con la noticia —¡sorpresa!— de que estábamos esperando un bebé. Muchos pensarán que, ante la venida de una hija, podríamos habernos visto forzados a casarnos, pero no fue así. Si bien nos preocupaba que nuestra hija no naciera dentro de un matrimonio, sabíamos que la decisión de casarnos no dependía de su llegada. Teníamos otras dificultades y retos para aquella decisión, como resolver principalmente la disyuntiva de nuestra compatibilidad de fe —que tratamos en un anterior artículo: «¿Y si mi pareja no cree lo mismo que yo?»—. Eso nos llevó a enfrentar el desafío de escoger por un amor libre, y convencidos de que aquella decisión era la más importante de nuestras vidas.

 

Por un momento de preocupación e incertidumbre se nos pasó por la mente convivir, e incluso accedimos inicialmente a casarnos solo de forma civil hasta poder resolver el asunto de incompatibilidad de fe. Pero, tras meditar bien las cosas y con mucha oración, nos alejamos de aquella insistencia y de aquella presión, y pusimos todo en manos de Dios. Adriana sabía que la idea de convivir antes del matrimonio nunca había sido una opción: siempre soñó con salir de blanco de su casa para casarse por la Iglesia, del mismo modo yo jamás me planteé la idea de convivir con alguien antes de casarme. Es así como queremos compartir con ustedes algunos alcances acerca de por qué es mejor casarse religiosamente antes que solo convivir:

 

#1 Derechos y deberes del Matrimonio

 

La realidad de los no casados es que no comparten los mismos deberes ni derechos de un matrimonio constituido, a pesar de que aparenten vivir como si los hubiese. Por un lado, una pareja de esposos en el matrimonio tiene obligaciones mucho mayores a una pareja de convivientes que se exime de estos: fidelidad, fecundidad e indisolubilidad. Tiene sentido que, en reconocimiento a las exigencias maritales, la sociedad y el Estado asuman con responsabilidad su seguridad y su fomento. Equiparar el matrimonio a la convivencia genera una injusticia, pues no hay igualdad de compromisos, ni igualdad en la actitud con la que se asumen los mismos riesgos.

 

Actualmente, existe un reconocimiento público para las diferentes formas de convivencia, que están respaldadas por algún marco jurídico (como la unión de hecho), pero no de manera universal ni simétrica. Cada forma de convivencia tiene diferentes exigencias, y ninguna logra llegar ni a los talones del matrimonio.

 

Por tanto, es peligroso pretender que convivir y casarse dan lo mismo. El matrimonio, en realidad, cuenta con el derecho universal de ser custodiado e impulsado por la sociedad y por el Estado en casi cualquier parte del mundo. Se trata de una cuestión de bienestar general.

 

A diferencia de las múltiples formas jurisprudentes de uniones en el mundo, el matrimonio no consiste en una forma más de organizar el intercambio de bienes y propiedades, ni tampoco en una forma más de vivir la sexualidad en la pareja. El matrimonio sobrelleva un compromiso mayor, que ata los lazos de vida de la pareja para hacerlos inseparables, lo cual no es muy apreciado por aquellos que se sienten más seguros teniendo un pie fuera de la cancha.

 

Como bien diría el teólogo Scott Hahn, el matrimonio es una alianza, y no un contrato. En el contrato se estipulan los bienes y servicios que se intercambiarán —“esto es tuyo, y esto es mío”—, en un tiempo determinado, con cláusulas de renegociación de no llegar a acuerdos y posibilidad de término. En cambio, en una alianza uno intercambia la vida —“te entrego mi vida y recibo la tuya”—, con plazo hasta la muerte y sin vuelta atrás. Sin embargo, cabe decir que con la muerte no acaban los lazos establecidos en la alianza, sino que se suceden con los hijos y su lazo filial.

 

He ahí la importancia de la transmisión de la vida y su administración en cuanto a los hijos. El matrimonio, con su potencial generador de familia, contiene las características más originales para el propósito de la continuación de la prole.

 

#2 La importancia del Matrimonio para la familia y la sociedad

 

Al ser el matrimonio un consentimiento personal e irrevocable por el que los esposos se entregan mutuamente, no queda sellado únicamente en lo privado, sino que se abre paso a una dimensión pública, y aquello le da la categoría de bien común. ¿A qué nos referimos?

 

A que el matrimonio no queda solo en una garantía de estabilidad marital —don de amor—, sino que contempla un horizonte de procreación y educación de los hijos —don de vida—. Se trata de un factor clave, que resulta de beneficio entero para la sociedad. La familia, en su concepción biológica natural, es la médula espinal de la sociedad.

 

Sin familias estables y responsables de la vida y la crianza, la sociedad entraría en un declive. El Pontificio Consejo para la Familia del Vaticano afirma: “La autoridad, la estabilidad y la vida de relación en el seno de la familia constituyen los fundamentos de la libertad, de la seguridad, de la fraternidad en el seno de la sociedad”.

 

Está de más señalar las numerosas evidencias de los efectos dañinos que contraen los hijos en familias afectadas por la desunión. La unión estable de los padres conduce con mayor garantía a la transmisión de los valores a los hijos, así como a los lazos de fraternidad y solidaridad. Los hijos necesitan amor, pero un amor constante, y este se consigue mejor en el matrimonio. Una familia unida y permanente es el mayor bien que los hijos pueden recibir.

 

#3 Inclinación hacia la fe

 

¿Matrimonio civil o religioso? La cuestión de la fe de los cónyuges no es un asunto menos importante, sino que se convierte en el nudo que une los hilos. ¿Cómo podríamos entender mejor el matrimonio, si no es a la luz de quien lo diseñó? Los católicos hablamos de sacramento, y no es sino el signo visible de lo que no se ve. El matrimonio, bajo la visión auténticamente cristiana, es el reflejo de Dios en la Tierra. Y por eso es sacramento.

 

El mismo Dios, en su eterno amor, forma una familia celestial entre el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. Los esposos resultan protagonistas del amor a través de la unión y la fecundidad; se vuelven colaboradores con Dios para la transmisión de la vida —don inmerecido, que lo esposos administran como deber—. La familia encuentra así su esencia excepcional con su vinculación a la familia divina. El matrimonio es el sacramento por el que Dios media la gracia a través de los esposos, y los provee de bienes incalculables.

 

De este modo, Dios eleva al matrimonio en un pedestal desde la Creación con los primeros esposos, Adán y Eva. A través de la historia humana, Dios medió los signos de la revelación a través de las familias.

 

* * *

 

Esperamos que estas reflexiones sirvan a los esposos y novios para repensar el asunto del matrimonio y encontrar las respuestas adecuadas a las distintas realidades que vive cada pareja, en tanto no prospere el temor al compromiso, y sean valientes en apostar por el matrimonio.

 

Por nuestra parte, Adriana y yo somos testigos de aquellos bienes inmensurables con los que Dios provee al matrimonio, al que Él transmite su gracia, y el don inmerecido de la familia. Los invitamos a compartir este contenido y a seguirnos en nuestra cuenta @angulo.amoris en Instagram y Facebook.

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