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¿Existe la segunda virginidad?

En los últimos años, en algún ambiente eclesial quizás hayas escuchado hablar de la “segunda virginidad”. Suele aparecer en el contexto de testimonios personales, catequesis, acompañamientos espirituales o confesiones, como una forma de expresar el deseo sincero de comenzar de nuevo: es decir, de vivir la castidad después de haber tenido relaciones sexuales fuera del matrimonio.

Aquí debemos hacer un paréntesis importante: vivir la castidad no es solo para las parejas de novios, sino para todo el mundo en cualquier estado de vida. Es decir, la castidad es una virtud tanto para los novios, como para los matrimonios, solteros, sacerdotes, religiosas, etc. Esto es porque no implica un “no”, sino más bien un gran “sí”.

De acuerdo al Catecismo de la Iglesia Católica, la castidad “significa la integración lograda de la sexualidad en la persona, y por ello en la unidad interior del hombre en su ser corporal y espiritual” (2337). Quizás, si lo decimos de forma negativa, pueda resultar más fácil de comprender: la falta de castidad es un ataque a la dignidad personal, nos rasga interiormente y separa al cuerpo de la persona.

La persona no casta es aquella que dice: “no me importa quien seas, ni tu historia, ni tus anhelos, solo me interesa utilizar tu cuerpo como un objeto para mi satisfacción egoísta”. ¿Puedes ver como esto atenta directamente contra tu interioridad?

Es así que la propuesta de la “segunda virginidad” nos llega después de habernos sentido usados, heridos o desconectados del verdadero sentido del cuerpo y del amor. La frase tiene algo profundamente esperanzador. Expresa que nadie está condenado a su pasado, que incluso después de decisiones equivocadas, heridas o caídas, es posible recuperar la dignidad, la alegría, la libertad interior. En ese sentido, “la segunda virginidad” expresa algo fundamental del cristianismo: la posibilidad de la redención.

La belleza de recomenzar

Cristo no vino a buscar a los perfectos, sino a los que necesitaban sanación. Su mirada sobre la samaritana no fue de reproche, sino de propuesta. Su palabra a la adúltera no fue de condena, sino de liberación: “Vete, y no peques más”.

En esa mirada de Cristo, nace un nuevo modo de verse a uno mismo. No como una persona rota y descartable, sino como alguien llamado a una vida plena.

Ese es el núcleo de lo que muchas veces se quiere expresar al hablar de segunda virginidad: no se trata de negar el pasado, sino de comenzar a vivir de otra manera, con un cuerpo y un corazón reconciliados. Sin embargo, vale la pena preguntarse: ¿es esto una especie de premio consuelo para quienes no vivieron la propuesta cristiana en primer lugar?

Más allá de la inocencia perdida

El término virginidad, en su sentido más común, suele asociarse con el hecho de no haber tenido relaciones sexuales. Desde ese punto de vista, una vez que alguien ha perdido la virginidad, pareciera que no hay marcha atrás.

Si la virginidad es entendida solo como una cuestión biológica, entonces, queda fuera del horizonte toda posibilidad de redención. Eso no solo sería injusto con muchas historias personales, sino contrario al corazón del Evangelio.

Aquí es donde la Teología del Cuerpo de San Juan Pablo II nos ofrece una comprensión mucho más rica. Para él, la virginidad no es simplemente una condición física, sino una actitud espiritual y corporal: un modo de vivir la sexualidad desde la libertad interior y la entrega total de sí mismo.

En palabras del Papa, la virginidad “es ante todo una expresión del hombre integral, una expresión de su libertad interior y, al mismo tiempo, de su entrega total” (audiencia del 28 de enero de 1981). Es lo que él llama el estado virginal del cuerpo.

Es decir, no tanto una ausencia de experiencia sexual, sino una presencia plena de sentido, de comunión, de autenticidad. Un cuerpo virginal es un cuerpo no disponible para el uso, porque ha sido integrado con el corazón. Es un cuerpo reconciliado, que no necesita defenderse ni manipular, sino que puede darse libremente o custodiarse libremente. Esto implica, parafraseando la anterior cita del Catecismo, desterrar a la sexualidad del nivel de los objetos y elevarla al nivel de la persona, uniendo a la persona con su cuerpo.

La redención del cuerpo

Cuando San Juan Pablo II habla de redención del cuerpo no está hablando de una teoría abstracta. Habla de una transformación concreta que ocurre cuando la gracia de Cristo llega hasta lo más profundo de nuestras heridas, incluso las que se expresan en nuestra historia sexual, y las sana. Eso no borra la memoria, del mismo modo que la resurrección no borra la cruz, sino que le da sentido.

No somos esclavos del pasado: las heridas del pasado pueden convertirse en canal de entrada a la gracia, podemos vivir con un cuerpo redimido, con una capacidad nueva de amar. Por eso podemos hablar del estado virginal del cuerpo, que no intenta volver atrás en el tiempo, sino avanzar en profundidad. No se trata de negar lo que fue, sino de reintegrarlo dentro de una historia de salvación.

Este camino no es solo para quienes tuvieron experiencias sexuales fuera del matrimonio. Todos, en alguna medida, cargamos heridas en la vivencia de nuestro cuerpo: miradas desordenadas, miedos, inseguridades, huellas de afectos mal vividos. Todos necesitamos que Cristo venga a redimir nuestro cuerpo, a reintegrar nuestras emociones, a sanar la separación entre lo que deseamos y lo que somos.

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Estado virginal del cuerpo

La castidad, entonces, no es simplemente abstinencia, sino la capacidad de vivir la sexualidad en el amor verdadero. Por eso, tanto el soltero como el casado están llamados a vivir una castidad integral que brota de un corazón libre y orientado al don.

Esa libertad puede ser recuperada, incluso después de muchas heridas. Eso es lo que llamamos el estado virginal del cuerpo. Con el tiempo, con acompañamiento, con gracia y con la decisión firme de dejarse mirar y transformar por Dios, uno puede volver a habitar su propio cuerpo con paz, y mirar al otro sin miedo ni deseo de posesión.

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