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Día: mayo 17, 2025

Crecer en el amor propio desde la TDC

El concepto de amor propio está en boca de todos hoy en día. Se habla de autocuidado, límites saludables, afirmaciones positivas y de la importancia de querernos tal y como somos. Aunque estas ideas son valiosas, a menudo se quedan cortas o se distorsionan en pro de un egocentrismo cuando no están ancladas en algo más profundo y en la verdad de nuestra identidad.

Está claro que todos necesitamos que a alguien le brillen los ojos por el mero hecho de existir. También, que alguien nos recuerde que es bueno que existamos. Es ahí donde entra la riqueza de la Teología del Cuerpo de San Juan Pablo II, una fuente inagotable para entender quiénes somos, cuál es nuestro valor y cómo podemos crecer en un amor propio auténtico, enraizado en Dios y en nuestra verdad de ser personas.

El punto de partida: Eres un don

El amor propio puede verse mermado en ocasiones por miradas o gestos que nos han hecho sentir que no somos suficientes, que no hemos cumplido sus expectativas. Eso puede tener relación con nuestra personalidad, actitudes, forma de ser o, también, puede ser en relación con nuestro cuerpo.

San Juan Pablo II nos recuerda que nuestro cuerpo, lejos de ser algo secundario o puramente físico, es parte integral de nuestra identidad. Fuimos creados a imagen y semejanza de Dios. Nuestros cuerpos son la expresión visible de nuestra alma invisible.

Este hecho transforma nuestra percepción de nosotros mismos: no somos un accidente ni un simple producto de la biología. Somos un don, un regalo pensado y amado por el Creador en todo nuestro ser, una forma única de ser imagen de Dios. 

Crecer en amor propio comienza con aceptar esta verdad: yo soy un don. Lo soy no porque me lo haya ganado, no porque sea perfecto, sino porque Dios me creó porque me ama y me ama por quien soy, haga lo que haga con mi libertad.

Si vivo siendo yo es porque soy amado, primero, siendo yo. Reconocer esta verdad es un gran reto y, más, cuando esa verdad no se te ha revelado en el seno familiar. Está claro que las experiencias con los demás tienen la capacidad de revelarnos esa verdad tan grande sobre quiénes somos, pero también de alejarnos de ella.

Reconocer las mentiras sobre el amor propio

Vivimos en una cultura que nos dice que valemos por lo que hacemos, por cómo lucimos o por lo que poseemos. Incluso, a veces, podemos habernos sentido así en nuestra propia familia. Estas mentiras nos alejan de la verdad y nos encierran en una lucha constante por ser suficientes y demostrar que somos capaces.

La Teología del Cuerpo nos invita a rechazar esas narrativas tan comunes en nuestro mundo. Mi valor no depende de mis logros, mi apariencia o la aprobación de los demás. No tengo que demostrar a nadie ni a mí mismo mi valía en ningún sentido. Mi valor está enraizado en el hecho de que soy hijo o hija de Dios. Este es el fundamento sólido sobre el que puedo construir un amor propio que no fluctúe con las circunstancias.  Como lo expresó San Juan Pablo II: «nosotros no somos la suma de nuestras debilidades y de nuestros errores, al contrario, somos la suma del amor del Padre por nosotros y de nuestra capacidad real de convertirnos en imagen de su Hijo». 

El amor propio para vivir en clave de don

La Teología del Cuerpo también nos enseña que estamos hechos para el don de sí. Esto no significa que debamos sacrificarnos hasta el punto de olvidarnos de nosotros mismos, sino que el verdadero amor propio nos abre al amor a los demás.

Cuando me veo como un don, también reconozco que los demás lo son. Esto implica cuidar de mí mismo no como un fin en sí mismo, sino para poder amar y entregarme mejor. Es decir: dormir bien, nutrirme, cuidar mi salud mental y emocional no son actos egoístas. Son formas de prepararme para ser una mejor hija, amiga, hermana, o lo que Dios me llame a ser. 

Mirarme con los ojos de mi Padre

San Juan Pablo II habla del significado esponsal del cuerpo. Es decir, de cómo nuestro cuerpo revela que estamos hechos para una relación de amor. Dios nos ama con un amor total, fiel, libre y fecundo. Mirarnos con los ojos de Cristo significa vernos como Él nos ve: con ternura, paciencia y misericordia. 

Esto nos ayuda a reconciliarnos con nuestras imperfecciones y heridas. No significa ignorarlas, sino llevarlas al encuentro con Dios para que Él las sane y yo las acoja. El verdadero amor propio no es una negación de nuestras limitaciones, sino una aceptación de que, incluso con ellas y por ellas, somos profundamente amados.

Cuando aprendes a mirarte con los ojos del Padre que te ha creado, reconoces tu entera dignidad y ya eres consciente del trato y respeto que mereces. No buscas mendigar afecto o amor a quien no sabe verte como el hijo amado o la hija amada de Dios que eres. Rodéate de personas que te miren como lo hace Dios y trata de ser tú, también, ese hogar donde los demás recuerdan que son infinitamente amados por quienes son.

Cómo crecer en amor propio desde la Teología del Cuerpo

1. Medita en tu identidad como hijo o hija de Dios: dedica tiempo en oración para recordar que eres amado incondicionalmente por Aquel que te creó y que más te conoce.

2. Valora tu cuerpo como templo del Espíritu Santo: aprende a cuidarlo con gratitud, no con obsesión ni descuido. Es un regalo que refleja la bondad de Dios. Es tu forma visible de ser persona y por donde manifestar tu amor. 

3. Practica el don de ti mismo: el amor propio no significa encerrarte en ti mismo, sino abrirte al amor en tus relaciones. Aprende a amar a los demás desde tu plenitud, no desde la carencia. 

4. Sé paciente contigo mismo: crecer en amor propio es un camino, no un evento. Permite que Dios te acompañe en este proceso de encontrarte a ti por Él y trabajar desde Su mirada hacia ti. 

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Un amor que sana y libera

La Teología del Cuerpo nos enseña que el amor propio auténtico no se queda en la superficie ni tampoco es un sano egoísmo. Es una invitación a vernos con los ojos de Dios, a cuidar de nosotros mismos con amor y gratitud, y a vivir nuestra vida como un don para los demás. 

En un mundo que busca desesperadamente razones para sentirse valioso, esta verdad lo cambia todo: ya somos amados. Ese es el punto de partida para crecer en un amor propio que no esclaviza, sino que sana, libera y reconoce su vida como un don y una tarea.